SANTIAGO SECUESTRADO, EL FIN DE UN MITO
Por José de la Riera
La catedral de Santiago acaba de prohibir el acceso a la misma de peregrinos con mochila y bordón. Olvidan estos señores
que los peregrinos cuelgan sus sueños de la mochila y abren paso a los
mismos con el bordón. Olvidan también que la catedral no es de Cabildo
alguno, ni de Archicofradía alguna, ni siquiera de arzobispo alguno, la
catedral es de Santiago y sus peregrinos, del último y más humilde de
éstos. Los peregrinos ya tienen vedado el acceso al árbol de Jesé, a pie
de Pórtico, donde rendidos tras el largo viaje depositaban su mano
abierta y sus sentimientos, eso ya es recuerdo, polvo del Camino. Pero
olvidan, sobre todo, estos ensotanados señores su propia historia. La
catedral se hizo por y para los peregrinos, no para ellos, ellos son
simples guardianes, “custodios” de una tumba al final de todos los
caminos de occidente, porteros sin chuzo pero con sotana, porteros
burócratas, espesos y municipales, porteros “desalmados”, sin alma
alguna. Y el propio templo es ejemplo de libro de un santuario
específico de peregrinación. Allí dormían los peregrinos, comían,
cantaban por naciones, asesinaban pòr un lugar ante el Apóstol (fue
menester volver a consagrar varias veces el templo por estos
derramamientos de sangre), rezaban, no abandonaban a su Apóstol tras
centenares o miles de kilómetros de polvo, sudor, calamidades, miedo y
fe, fe infinita. Los testimonios son abrumadores. Los narradores de la
peregrinación del gran príncipe Cosimo dei Medici relataban, asombrados,
como los peregrinos abrazaban con emoción a Santiago para tocarlo a
continuación con su propio sombrero, y así aparecía el Apótol tocado ora
de tirolés, luego de borgoñón, más tarde de baturro... siempre con la
sonrisa bondadosa de complicidad con sus peregrinos. Pero todo eso es ya
pasado.
Cuando se produjo el glorioso renacimiento de las peregrinaciones
jacobeas, en los años ochenta del pasado siglo, la participación de la
catedral de Santiago fue nula, no se enteraron de nada, todo se les
fue en arquear el entrecejo cuando vieron entrar en Compostela,
cubiertos de polvo y flores, a los nuevos peregrinos de un Camino
renacido, para rápidamente instaurar burocracias, hacer pucheros y
ponerle puertas al Campo mientras los peregrinos les llevaban noticias
de los amaneceres de Estella, de los atardeceres junto a la Cruz de
Ferro, del lecho de paja en la humilde palloza de O Cebreiro y de
extrañas señales de reconocimiento en formas de flechas amarillas. Se
les vimo encima, ni lo esperaban ni mucho menos esperaban a los
peregrinos de un Camino renacido. Todo su empeño se fue en blindar la
meta, ignorando en absoluto el Camino y, mucho más aún, ignorando
también que por él se estaba acercando a Santiago lo mejor de la nueva
Europa. Además de amargarle la vida al gran Elías Valiña instauraron un
recibimiento gélido, inquisitorial y burocrático a los peregrinos de ese
Camino renacido.
El peregrino, y con él el Camino, se mueve por mitos, parece vivir en
un periodo liminal, sumergido en una burbuja y ajeno a casi todo,
durante un viaje donde ritos y símbolos cobran una importancia
fundamental. Ritos, mitos y símbolos del pasado que han hecho suyos
(como la bendición del peregrinos en Roncesvalles, lo de poner sus
manos en el árbol de Jesé antes de que secuestraran el Pórtico de la
Gloria, o arrojar su piedra en la Cruz de Ferro) e incluso ritos del
presente, nacidos con el propio renacimiento actual de las
peregrinaciones, como la intensa línea de monjois creados en diversos
puntos del Camino, las ceremonias de purificación de las ropas por el
fuego y los baños rituales en el Finisterre, e incluso asistir a las
queimadas evocadoras del bueno de Jesús Jato en Villafranca.
El carácter flexible de todo lo ritual que preside el Camino permite
no sólo que viejos elementos sean completados con nuevos contenidos sino
que otros elementos innovadores puedan ser incluidos sin ningún
problema. La peregrinación se va convirtiendo así en una vía de escape,
un viaje a Ítaca pasando por Esparta, donde cada persona puede poner
entre interrogantes su propia vida confundido e igualado entre otros
semejantes que viven parecidas preocupaciones acompañados de su propia
sombra, a veces la única compañía de sol a sol. Todo invita a sumirse en
un estado de reflexión imposible en las duras condiciones de vida y
trabajo en las grandes ciudades, en un mundo dominado por las prisas y
el estrés, hasta el punto de que para muchos la peregrinación supone
una auténtica catarsis. El Camino proporciona algo muy difícil de
conseguir en nuestros días, el distanciamiento, distanciamiento de la
familia, de las propias responsabilidades, de la propia vida cotidiana y
de la sociedad a la que se pertenece.
El ecumenismo del Camino, su multiculturalidad, la convivencia diaria y
en condiciones extraordinarias con gentes de los más diversos países,
razas, creencias e idiomas, en unas condiciones de paz, serenidad y
reflexión, produce además un alimento cotidiano y un cúmulo de
experiencias imposible de conseguir ya en otros sitios. El individuo,
catalogado, clasificado y alienado por la sociedad que le ha tocado
vivir, vuelve a reconocerse como persona, reconoce y tal vez se
reconforta en una espiritualidad que sólo era ya una luz mortecina,
recupera su albedrío, se reconcentra, piensa en ese viejo amigo que tal
vez dejó en la infancia ya lejana, es decir, vuelve a reencontrarse
consigo mismo tras una larga travesía. De ahí lo difícil que se le hace
al peregrino salir de la burbuja una vez terminado el Camino, y de ahí
el enorme predicamento del Camino en si como itinerario sagrado que
defienden sus mejores valedores, es decir, los propios peregrinos.
Efectivamente, peregrino viaja en una burbuja de difícil acceso, donde
todo es posible, pero burbuja al fin y al cabo, sólo accesible para sus
conmilitones, el peregrino jamás canta su canción salvo al que con él
va, raramente se abre fuera del momento mágico que está viviendo, fuera
de su Camino. Y esto es algo fácil de percibir para cualquiera que,
desde fuera, se acerque a un peregrino en Camino. El rastro en los
libros de peregrinos hace resaltar, poderosamente, la función simbólica
del propio itinerario.
Y, caminando con ellos, está “el espíritu de Santiago”, algo
indefinible que poco tiene que ver con reliquia alguna en una tumba y si
con una serie de valores asumidos por todos: espiritualidad no
restrictiva y en sentido amplio, solidaridad, humildad ante la
naturaleza y el espacio sagrado (“el Camino”) que se está pisando,
búsqueda, aventura y libertad en un gran Camino para andar. Esos valores
conforman “el espíritu de Santiago” y son los que producen el auténtico
“milagro del Camino” y que hacen que en el mismo se encuentren
perfectamente a gusto un budista, un católico, un agnóstico o un
seguidor del gran Manitú... “la puerta se abre a todos”. Y la propia
Compostela, por lo mismo, nada tienen que ver con Fátima, Lourdes, Roma o
el frío ataúd de piedra en que quieren convertir la catedral de
Santiago
Ese espíritu de Santiago, ese “Santiago” querido por todos es el que
están intentando secuestrar estos personajes, despojándolo de todo
contacto real con sus peregrinos. Posiblemente la catedral de las
grandes peregrinaciones quede un frío contenedor para guiris con
pamelona y guías turísticos, en ello va todo el empeño de esa gavilla,
los peregrinos son bultos sospechosos, ahora les quitan mochila y
bordón, pronto intentarán despojarles del alma. Pero algún día el
Santiago de los peregrinos soltará las amarras y el contenedor de piedra
donde le mantienen secuestrado y la emprenderá a bordonazos en el
lomo con todos estos ignorantes “des-almados”. Ese día repicarán todas
las campanas desde Roncesvalles al Obradoiro.
QUITEN SUS MANOS DE
GARDUÑA DEL ESPÍRITU DE SANTIGO.
(Foto Manuel G. Vicente)
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