El último milagro del Apóstol
Por Juan Frisuelos y Acacio da Paz
¡Loado sea el Cielo! ¡Alabado sea Santiago, hermano de S. Juan e hijo del Zebedeo! ¡Bienaventurados todos cuantos, de un modo u otro, son testigos del prodigio!
Jacobo, pariente cercano del Señor, acaba de obrar uno más de sus sonoros hechos. Seguramente es el último.
No es esta vez el portento en Clavijo, repartiendo mandobles entre la morisma (es sabido que andar por ahí jugando al matamoros no es en estos tiempos políticamente correcto).
Tampoco se ha embarcado en una nave de piedra –riéndose del principio de Arquímedes- ni ha confiado el gobierno del barquichuelo a unos ángeles sin nada mejor que hacer.
No. Esta vez se trata de un acontecimiento asombroso en la mismísima Compostela.
Este hombre, como los grandes artistas, se supera a si mismo.
Santiago, Jacobo, Yago, Jacomo, James, Jacques o como diantres quieran ustedes denominarle, porque siempre se trata del mismo individuo, ha hecho (por eso es un milagro) lo que menos esperaban de él: demostrar que quienes dicen proteger su templo y las reliquias que guarda, no pasan de mirarse el ombligo y tocarse las narices.
O tocárselas al personal, que eso si que lo hacen de maravilla. Sobre todo a los sufridos y fatigados peregrinos que tienen mucho de masoquistas por aguantar mayores tribulaciones en su destino que durante todo el Camino.
Hace siglos que la iglesia compostelana –y no se salva ni el apuntador de lo que sigue- no hace otra cosa que buscar el lucro y esquilmar a los peregrinos como hacen muchos pícaros a lo largo de la Ruta de las Estrellas.
Esa es la verdad, le duela a quien le duela. Una verdad tenaz, puñetera y contumaz, por más que nieguen la evidencia, que en eso también son verdaderos profesionales desde hace una eternidad. Hace un año, en plenos fastos del último Año Santo, empleado para mercadear y ponerse las botas haciéndolas pasar canutas, obligando a guardar una kilométrica cola a millares de peregrinos y de turistas bajo la lluvia o el sol de justicia antes de penetrar por la Puerta del Perdón, no se les ocurrió nada mejor que prohibir las mochilas de los caminantes dentro de la Catedral compostelana.
¿Y qué es un peregrino sin zurrón o escarcela, sin bordón y sin esos aditamentos que le distinguen de los simples mochileros o caminantes?
Lo hicieron, decían, en aras de la seguridad, como si en cualquier momento, un peregrino felón fuese a meter el Arca Marmórea en el zurrón y fuese a llevarse al mismísimo Santiago, a Atanasio y Teodoro, para darle cualquier uso extraño. ¡Ay, coño, qué idea más torcida tienen del peregrino!
Acaso –sugerían-, los malos podrían vestirse de peregrinos para introducir una bomba en la Catedral y acabar el trabajo de destrucción que ni el mismísimo Almanzor se atrevió a completar. Gastaron muchos euros –muchas más pesetas, naturalmente- en contratar a forzudos seguratas con aspecto de gorilas (disculpen los simios de esa especie las odiosas comparaciones); emplearon muchos más en instalar un sistema de no menos odiosas taquillas y desvirtuaron uno de los aspectos que daban sabor a la peregrinación.
Era una más de las sistemáticas agresiones formales que propina un cabildo incapaz de distinguir a un peregrino de un turista –hoy vemos que peregrino es cualquiera o eso piensan ellos-, que niega una Compostela a un niño pequeño porque no puede comprobar que haya llegado a Santiago impulsado por la fe o a un paralítico porque a lo mejor alguien ha empujado su sillita de ruedas. ¡A esos extremos hemos llegado, señores!
Pero se olvidaron de la capacidad del Apóstol para obrar milagros y de esa manera descuidaron la vigilancia que deberían haber depositado en los valiosos documentos y no menos admirables joyas que guarda la Catedral de las miradas del común de los mortales. ¡No es nadie el Hijo del Trueno!
De modo particular, perdieron el ojo que nunca debieron apartar del más completo y valioso ejemplar del Codex Calixtinus.
Por ello, Bonaerges decidió dar un escarmiento a aquellos descuidados a quienes se había confiado un enorme tesoro. Pensó que era hora de tirar de las orejas a aquellos clérigos y legos que se preocupaban más de vaciar las escarcelas de los peregrinos que de tener a buen recaudo aquellos bienes de valor incalculable.
¡Menudo es el hijo del Zebedeo cuando se cabrea!
¡Y esta vez estaba ciertamente cabreado!
¡Ya era hora de hacerles ver que estaba hasta los mismísimos de que anduviesen tocándole los mismos a tantas gentes de buena fe que llegaban andando hasta su sepulcro desde los lugares más remotos de la tierra.
¿Qué seguridad era aquella –debió pensar Jacobo- que se deja arrebatar un tesoro sin reparar en varios días en la falta? ¿Pero en manos de quién o de quiénes estaban las cosas de su casa? ¿A quién había confiado el mismísimo descendiente de Pedro, su compañero de oficio, la custodia del lugar en que se suponía que reposan sus huesos?
Ahora su milagro ha puesto en solfa a todo el clero compostelano. Los peregrinos, los verdaderos seguidores del Apóstol y los auténticos administradores del Camino (y no esos que lo llenan de mierda o de agresiones), no salen de su asombro viendo que mientras a ellos les molestan en pro de una supuesta seguridad, hay una carencia total de ésta en la custodia de los objetos de valor.
Y lo que es más jocoso, esos mercaderes disfrazados de clérigo y toda la policía desplegada en Compostela no dejan de pedir a Santiago un nuevo milagro, permitiéndoles recuperar lo que por su desidia anda extraviado. ¡Ay, Señor Santiago, qué tropa! ¡Deus adjuvanos!
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