viernes, 3 de mayo de 2013

Caminos Mozárabes

Antonio Cañizares realiza el cuarto Camino con su inseparable burro Pepe tras superar tres tipos de cáncer

«No tengo apego a nada, lo material me importa un carajo. Me enriquece mi fe, el paisaje, esta sensación de libertad; ves lo pequeñito que eres y a la vez tan importante para ti mismo». A sus 64 años, Antonio Cañizares se siente un ser sin ataduras, feliz junto a Pepe, su inseparable compañero de viaje, un burro de siete años que adquirió hace cinco en una granja-escuela de Toledo y ya cuenta más de tres mil kilómetros de peregrinaje.
Antonio Cañizares, a la derecha, caminando junto al zamorano Víctor Sierra, que ayer le acompañó hasta Roales. Ayer pasaron por Zamora en su cuarto camino,  esta vez por una variante del Camino Mozárabe, que le llevará a recorrer más de 1.200 kilómetros desde que comenzó el 1 de abril en su pueblo cordobés de Torrecampo hasta el 19 de mayo, cuando llegue a Santiago de Compostela. Y desde allí a Finisterre. «A partir de aquí todo cambia, lo anterior se hace más monótono» cuenta Antonio mientras quema la etapa de Villaralbo a Montamarta en compañía de Víctor Sierra, un zamorano amante del camino y todo un erudito de la historia de las peregrinaciones a Santiago. Cuando dio su última conferencia en Córdoba recibió el título de Cónsul Mozárabe Andalusí. «¡Qué bueno!, este es uno de los recuerdos que quedarán de este camino» cuenta Antonio ante un sorprendido Víctor, que no pensaba llegar más allá de la anécdota.
Y el peregrino sigue contando mientras tira del burro por las calles de Zamora. «¡Rece usted por nosotros buen hombre!» le pide un viandante. Dice Antonio que este año la abundancia de agua le ha dado alguna sorpresa. «He cogido las cañadas reales hasta Torrijos, pero están casi todas cortadas por las inundaciones; el Guadiana estaba desbordado y en el puente de las Ovejas me ha tocado dar una vuelta de 29 kilómetros por la carretera; el burro lo pasa mal».
Porque Don Pepe -«que se lo ha ganado»-, aunque abnegado y paciente, alguna vez dice basta. Fue en los puertos de Arrebatacapas y el Boquerón, en Ávila. En el primero «en vez de coger la carretera lo subí por la vereda, entre las piedras y peñascos, y cuando llegó arriba se echó al suelo. Dije, ya me quedé sin burro».
La compañía del animal tiene su explicación. «Con dos hernias cervicales no puedo cargar peso» precisa este peregrino cordobés (del Valle de los Pedroñales), enganchado al camino de Santiago desde que se jubiló hace cuatro años como director de departamento de un grupo de construcción; «le dije al jefe que me estaba pagando sin hacer nada, así que llegamos a un acuerdo, me jubilé y empecé a hacer el camino».
El hombre más feliz. El primero -imborrable como para todo el que pasa por esta experiencia-, de Roncesvalles a Finisterre. Con lo que no contaba Antonio es con las malas pasadas que le ha jugado la salud, en forma de tres episodios de cáncer prácticamente consecutivos y que va superando. De próstata, de piel y el último de colon. «Físicamente estoy muy bien, lo que pasa es que me salen unas goteras muy gordas». Lejos de amilanarse, el hombre le echa fortaleza. De otra forma no se entendería cómo tres meses y medio después de ser operado de cáncer de colon, el año pasado se echara al camino «con los puntos todavía recientes». ¿Le dejó el médico? «Yo me quería haber ido en enero o febrero, pero había salido del quirófano en diciembre y me dijo que esperara tres o cuatro meses. Fue un reto más, un desafío. La enfermedad me ha servido de estímulo, creo que no debo tener miedo a nada sino más ganas de vivir» se sincera.
Por ello, a parte de los placeres no exentos de sacrificios que le regala el peregrinaje, a Antonio le mueve también una promesa por superar en cada revisión «la ITV». El año pasado le llevó hasta Lourdes, «pero no es lo mismo, la emoción de llegar a Santiago es indescriptible; a parte de que a mi siempre me falta algo si no tengo a Galicia». Pese a su origen andaluz, a este caminante le marcaron para siempre los años de niñez en un colegio militar de Padrón, a donde irán algún día sus cenizas.
Cada camino requiere una minuciosa preparación, hasta el extremo de llegar a recorrerlo antes en coche  y dejar en muchos puntos de descanso una bolsita con el alimento de Pepe. «Tardo tiempo en prepararlo; al llevar al burro tengo que hablar con las policías municipales, con alcaldes o concejales, los albergues. Esto es igual que la caza; cuando vas a cazar un cochino es mucha ilusión por la noche y cuando lo matas empiezan los problemas. Pues yo me digo para qué me meteré en estas cosas, si estoy jubilado, no tengo necesidad; pero el camino te engancha muchísimo. Es una inyección».
Un atractivo para él es la libertad que otorga la soledad, el silencio que el burro no rompe. «Soy un enamorado del canto gregoriano y de la música sacra, entonces si me meto en cualquier sitio y la escucho de fondo es que me puedo quedar allí hasta que el cura me eche. Si voy acompañado, eso no lo puedo hacer». No es extraño entonces que añore el camino del año pasado; «desde Córdoba hasta Burgos no me encontré una sola persona en 700 kilómetros» añora. Todo el tiempo de mundo para pensar ¿no?. «Pues sí, piensas en la etapa, en lo que es el camino. Cuando descansas piensas en la familia, en lo insignificante que eres. Y al final das gracias a Dios, simplemente por respirar».
Aunque llevar un animal como compañero de viaje exige una servidumbre añadida. «Es un trabajo duro, te tienes que levantar una hora y pico antes para prepararlo y cepillarlo porque lo primero que hace al terminar cada etapa es rascarse en el suelo, se tira, da vueltas y se le queda mucha tierra pegada. Si le pones el albardón sin limpiarlo, se hace una pasta y si suda se roza». Con tantos cuidados, Pepe arranca cada mañana como un pincel y no son pocos los piropos que recibe a su paso por pueblos y ciudades.
El pollino va a lo suyo. Este año, feliz con tal abundancia de verde. Se emboba mordisqueando a derecha e izquierda «y tengo que tirar del él», comenta el peregrino, pese a todo encantado con la compañía del animal. Será el último camino para Pepe; «se va cansando», cuenta Antonio. También él. El próximo, «si Dios quiere», lo realizará con su esposa llevando el coche de apoyo. Otra vez ligero de equipaje, como va este peregrino por la vida. Eso sí, no piensa renunciar a una buena mariscada. «Soy un tripero. Es uno de los poco placeres que me quedan» bromea.

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