sábado, 25 de julio de 2009

La Ruta de las Estrellas

La Vía Láctea, nuestro Camino
Por C. de Paz
En las noches de verano, tras el anochecer, podemos ver entre las estrellas del cielo nocturno una extensa y espectacular franja blanquecina de apariencia nubosa que cruza el cielo de noreste a suroeste: es la Vía Láctea. Desgraciadamente, esta bella e increíble visión ya no es posible desde los lugares habitados por el hombre.
La contaminación lumínica derivada del mal uso del sistema de iluminación eléctrica solamente nos permite observar las estrellas más brillantes del cielo. Si está situado en un lugar oscuro, en el campo, el mar o la montaña, no se lo pierda. La contemplación de la Vía Láctea a simple vista es sobrecogedora. Unos prismáticos nos mostrarán rincones de singular belleza tanto por la abundancia de estrellas como por la falta de ellas (los sacos de carbón).
También se puede intentar la fotografía con las modernas cámaras digitales: el resultado es sorprendente. Hoy sabemos que la Vía Láctea es el plano central de nuestra galaxia, una especie de gigantesco torbellino formado por más de doscientos mil millones de estrellas entre las que se encuentran amplísimas nubes de gas y polvo conocidas como nebulosas.
Vista desde arriba (o desde abajo, puesto que en el Universo no hay arriba ni abajo, ni izquierda ni derecha) parecería una rueda espiral con brazos o ramales girando a una velocidad de 250.000 años por cada vuelta. El Sol, con todo su sistema planetario, sería una estrella de tamaño mediano situada a unos treinta mil años luz del centro galáctico.
Nuestra galaxia es sólo una más entre los más de diez mil millones de galaxias que hemos fotografiado. Vistas en su conjunto, las galaxias serían algo así como los ladrillos de los que está construido el magnífico edificio del Universo. Pero en esta construcción la argamasa está sustituida por escalofriantes espacios vacíos de varios millones de años luz entre ladrillo y ladrillo. Y esta distancia crece y crece sin cesar. Parece como si las galaxias no quisieran saber nada las unas de las otras. Hoy se sabe que el Universo está en expansión acelerada y parece que no habrá quien lo pare.
Aunque ya el griego Demócrito propuso que la Vía Láctea sería un conjunto de innumerables estrellas tan cercanas entre sí que resultan indistinguibles y que sólo Galileo fue capaz de distinguir en 1610 con su telescopio, existen tantas leyendas como pueblos en la Tierra para explicar la Vía Láctea: el espinazo de la noche, para los bosquimanos del Kalahari; río por el que vagan las almas de los muertos para los chinos; el Nilo que continuaba hasta el cielo regando también la morada de los dioses o río también que subía hasta el cielo las aguas para formar la lluvia según los incas; serpientes, soldadura de los dos hemisferios celestes, camino que unía la tierra con el firmamento para otros...
Pero las leyendas más notables en nuestra cultura son dos. Una identifica la Vía Láctea con el reguero de leche de la diosa Hera desparramada por el cielo cuando se negó a amamantar a Hércules niño.
La otra tiene que ver con el Camino de Santiago. De acuerdo con la tradición, un reguero de estrellas ayudó a localizar la tumba de Santiago, pero fue en el siglo XII cuando quedó fijada la asociación entre la Vía Láctea y el Camino de Santiago en el Códice Calixtino, según el cual el Apóstol se apareció a Carlomagno señalándole la Vía Láctea como guía para llegar hasta Compostela. La realidad nos dice que, dependiendo del día y de la hora, la Vía Láctea puede apuntar en cualquier dirección.

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