Santiago: un símbolo en auge
Por
Alberto Carlos Polledo Arias
¡Ay del noble peregrino
que se para a meditar,
después del largo camino,
en el horror de llegar!
(Antonio Machado: “Soledades”)
Qué mejor, tras haber realizado uno de los caminos a Santiago desde
Oviedo, que dedicar mi página del sábado a este trayecto mágico, a esta
tierra de promisión que enriqueció nuestra cultura. Glorioso itinerario
de búsqueda y encuentro con nuestro espacio espiritual interior que a
nadie deja indiferente, sino todo lo contrario, porque, mientras
desgranamos las etapas, va tejiendo una red que envuelve nuestra mente y
nos engancha a él, siempre en el entorno de una experiencia vital
inigualable.
Son notables diversos escritos de la Alta Edad Media, en los que se
menciona la estancia del Apóstol en Hispania para predicar la fe en
Cristo, sobresaliendo entre ellos las obras de san Jerónimo, san Isidoro
de Sevilla, y el beato de Liébana en su “Comentario al Apocalipsis de
San Juan”. Asimismo, en el siglo VII, un texto galo, el “Breviarium
Apostolorum”, menciona que “predicó en las partes occidentales de
España”. Aunque no fue hasta comienzos del IX, tras certificar el obispo
Teodomiro que los restos óseos (descubiertos por el eremita llamado
Paio mientras oraba en la ermita de San Fiz de Solovio, quien al
descubrir un lugar del que emergía una brillante luz corrió a contárselo
al monje Pelagio; allá se trasladaron los dos, sitio en el que hallaron
un sarcófago de piedra) pertenecían al apóstol Santiago el Mayor.
Como todas, preciosa la leyenda que explica cómo Herodes Agripa mandó
decapitar, hacia el mes de abril del año 44 d. C., al mayor de los
Zebedeo, el Hijo del Trueno y del Fuego, y cómo, tras la degollación,
robaron el cuerpo para que no fuera profanado por los judíos. Lo
trasladaron al puerto de Beirut y lo embarcaron en una nave que dejaron
al garete con escasa tripulación; así, al cabo de un tiempo, en agosto,
arribaron a Fisterra, al confín del mundo, a la costa gallega.
Los discípulos que le acompañaban amarraron la barcaza a un “pedrón”
(de ahí el nombre de Padrón), y depositaron el cuerpo sobre una piedra
que de inmediato se convirtió en un sepulcro. Con la intención de
enterrarlo, pidieron permiso a la reina celta Lupa, dueña y señora de la
zona, a lo que ella respondió que primero de autorizarles deberían de
amansar unos toros y matar un dragón que allí habitaba, lo que hicieron
ante el asombro de la reina que, sobre la marcha, se convirtió al
cristianismo. A continuación uncieron los mansos a un carro, cuando, por
su propia voluntad, éstos se detuvieron, depositaron las reliquias en
un arca de mármol y lo escondieron en aquella umbría. Allí permaneció,
durante siglos, el “Arca Marmórea”, en el lugar denominado Pico Sacro.
Al enterarse del acontecimiento Alfonso II el Casto, rodeado de su
séquito, emprendió lo que sin duda sería la primera peregrinación a
Santiago, fascinante ruta que hoy conocemos como Camino Primitivo,
mandando construir un templo para salvaguardar el mausoleo. Pequeña
basílica, de una sola nave edificada al lado del solar monacal, de ahí
proviene la denominación de Antealtares que recibe el lugar y, además,
una iglesia, como la de Oviedo, dedicada a San Salvador.
Pasados los años, Alfonso III mandó erigir otro edificio mayor que
fue consagrado en 899 ante la presencia del citado monarca. Aunque todo
ello estaba protegido por una modesta muralla, ésta no fue capaz de
resistir las embestidas del caudillo árabe Almanzor, que arrasó la
ciudad de Santiago en el año 997. Esos fueron los inicios de un
hechicero suceso que transformó la historia de Europa, España, Galicia y
Compostela.
Pronto Santiago se convirtió en la Meca de los cristianos,
igualándose o incluso superando a Roma y Jerusalén. No en vano, Dante,
en “La Vida nueva”, dice que la peregrinación por excelencia conduce a
Santiago: “No se entiende por peregrino sino aquel que va a la tumba de
Santiago, o vuelve”. Si en tiempo de Alfonso VI (1065-1109) se alzó la
planta románica de la catedral de Santiago que en la actualidad
observamos, no es menos importante, desde el punto de vista pedagógico y
propagandístico de la peregrinación a Compostela, la publicación del
“Codex Calixtinus”, miscelánea de relato de viaje, libro de consejos
morales y, a la vez, guía del peregrino, realizada por Aimerico Picaud,
viajero francés en Santiago hacia el año 1143, que llevaba el encargo de
entregar a la iglesia compostelana una especie de guía que él había
redactado para los peregrinos de la ruta jacobea y que, presentada al
Papa Calixto II, éste había mejorado agregando algunos pasajes.
El Pontífice dio a los viajeros que llevaron el manuscrito cartas
apostólicas por las que se excomulgaba a quienes los inquietasen en el
desempeño de su misión, habiendo encargado de la revisión del códice a
los monjes de la casa de Cluny, al patriarca de Jerusalén y al primer
arzobispo de Santiago, don Diego Gelmírez. Esta edición se supone
realizada en el primer Concilio Lateranense, de 1123. Dicho manuscrito
se conserva en Santiago y ha recibido el nombre de “Código de Santiago
de Compostela” o “Libro de los milagros de Santiago”. Esta obra se
considera el punto de referencia primordial para el conocimiento de la
ciudad y de su catedral.
Así fue como Santiago se convirtió en el centro de peregrinación más
importante de la Cristiandad. A finales del siglo XII se alcanza el
mayor auge, con la concepción de la gracia del jubileo. Junto a santos
como Francisco de Asís o Isabel de Portugal, obispos, monjes y frailes,
viajaron emperadores, reyes, nobles, burgueses, pintores como Juan van
Eyck, soldados, campesinos, artesanos, buhoneros, facinerosos y gentes
de toda condición. Todos se lanzan a la aventura del Jacobeo. Muchos de
ellos, antes de partir, dejaban firmada la herencia ante la
incertidumbre del regreso del “finis terrae”. Cabe estimar que en
primavera o verano podían pasar por los pueblos del Camino próximos a
Compostela más de mil personas diarias en una dirección y otros tantos
en la contraria, números que no son de extrañar cuando conocemos que,
por ejemplo, en Burgos, donde había múltiples hospitales, sólo uno de
ellos, el Hospital del Rey, empezado a construir a finales del XII,
llegó a tener capacidad para más de dos mil personas.
Peregrinos venidos de toda Europa llegaban a Santiago. Sin duda, el
número más importante procedía de Francia, sin desdeñar el importante
flujo de flamencos, alemanes, italianos, portugueses, ingleses, griegos,
polacos, escandinavos, estonios… y españoles. Incluso, en el siglo XV,
peregrinaron un etíope y dos armenios.
La guerra de los Cien Años, a caballo de los siglos XIV y XV, entre
los reinos de Inglaterra y Francia; el que a partir del siglo XVI la
piratería inglesa no dejase de amenazar el litoral gallego; junto con el
nacimiento del protestantismo en el corazón del continente europeo
-hecho que sacudió los cimientos del mundo occidental-, fueron factores
que influyeron negativamente en el desarrollo de las peregrinaciones.
Precisamente, a causa de que los piratas encabezados por Francis Drake
asaltaron La Coruña, el obispo Clemente escondió las reliquias del
Apóstol detrás del altar mayor.
Allí permanecieron ocultas hasta el año 1879, cuando fueron
reencontradas. A partir de entonces, la ruta jacobea, poco a poco, fue
adquiriendo notoriedad. En 1985, la ciudad de Compostela -su casco
antiguo- fue declarado Patrimonio de la Humanidad. Dos años después, el
Camino de Santiago fue declarado Itinerario Cultural Europeo. En 1993,
la Unesco lo incluía también en la lista del Patrimonio de la Humanidad.
En 2015, ocurrió otro tanto con los tramos de los Caminos del Norte.
Ahora tan sólo falta el reconocimiento al Camino del Salvador para
completar este gran emblema de la historia cultural europea que cada día
tiene más adeptos.