Gregorio Morán: «El Camino de Santiago es, desde que nació, un invento para sacar dinero»
Nunca llegaré a Santiago es un libro del todo inusual sobre la Ruta, el resultado del trayecto a pie efectuado en 1992 por Gregorio Morán, veterano periodista y escritor. Lo ‘rescató’ la editorial Pepitas de Calabaza, pues estaba descatalogado, pero no supone el único título de Morán recientemente recuperado: Akal, el mismo sello que se atrevió a publicar el polémico El cura y los mandarines —en el que desvela los chanchullos y poco bonitas alianzas habidas entre política y cultura en España—, acaba de editar también El precio de la transición.
—Qué siente cuando le llama un editor para rescatar un libro olvidado desde hace dos décadas? ¿Es como darle una segunda oportunidad a un hijo descarriado?
—Pues sí, más o menos sí. Un hijo descarriado pero de cuyo descarrie no tienes culpa. Yo lo único que hice fue mimarle y cuidarle... pero se torció. Y un buen día te llama un editor y te dice que el chaval funciona, que puede hacer carrera... Le tengo mucho aprecio, por eso me ha hecho mucha ilusión esto de ‘sacarlo del hospicio’.
—Albergues inhóspitos, gente arisca... Porque uno identifica esos lugares como España, que si no, cualquier diría que ha hecho un periplo por el Atlas...
—Claro, el libro es de 1992 y en estos 23 años todo ha cambiado muchísimo... Los albergues están perfectamente, ha habido muchas ayudas de la UE y todo el mundo quiere un ramal jacobeo a la puerta de su casa. El Camino ha sido una fuente de ingresos ya desde su propio nacimiento. En Asturias me preguntan que cómo no hice el ‘camino asturiano’, pero yo entonces no tenía ni zorra idea de que tal cosa existiera...
—Dos constantes.
—El frío y el chorizo. Supongo que un intento de demostrar constantemente (cosa que viene de antiguo) que no se es musulmán. Pero uno no quitaba el otro, ojo. Por más picante que te metieras, el frío seguía ahí.
—¿Se enteró del crimen de la peregrina, aquí, en Castrillo?
—Sí. Me acordé de aquella vez en que Meseguer (mi compañero de ruta) quiso fotografiar a un pastor y éste le respondió a pedradas. Había gente, por ejemplo, que nunca había visto a una mujer en pantalones. Sucedían cosas que sólo pasan en los pueblos primitivos, y un poco de eso se sigue manteniendo. Y claro, la afluencia de gentes ante personas con, diríamos, una vida sexual irregular, puede producir explosiones. Fue una gran desgracia ese crimen, milagrosamente uno entre tantos miles como transitan la Ruta...
—¿Por qué se sigue caminando en pos de Compostela, y cada vez en mayor número?
—No lo sé. De verdad lo digo. El Camino parece haberse convertido en un doble mito, primero está el de la tumba, claro, pero luego el de esa especie de imitación de los viajes antiguos que, paradójicamente, se ha puesto muy de moda. La política está en declive, el fútbol no da más de sí... así que quedan formas como muy tópicas y muy aparentes de religiosidad. Ahora los peregrinos se parecen a figuritas de un belén, unos detrás de los otros.
—¿Al final, cuántas de esas querellas que tanto temió Planeta ha recibido por publicar ‘El cura y los mandarines’?
—Ninguna. Ninguna protesta, salvo una, de una señora, y por el hecho de no nombrarla... Si es que han cambiado mucho las cosas. Antes la censura era política y muy concreta, ahora la censura es de mercado, más compleja. Es más fácil criticar a un político que a un empresario. Pero sí, el miedo de Planeta estaba totalmente fuera de lugar. Y tengo claro que la crítica se respeta, lo otro siempre será adulación.
—¿Qué tejemanejes de los que aborda en el libro le parece más penoso? ¿Quizá los de Cela? ¿O lo que cuenta de Víctor de la Concha?
—Bueno, Cela era un golferas, sí, pero conocía el oficio. Yo siempre quise escribir una biografía sobre él. Era un personaje que en sí mismo concentraba la literatura española en su conjunto. Grandioso, tramposo, todo a un tiempo. No le preocupaba la posteridad, tan sólo quería vivir bien. Pero la caducidad de De la Concha es mucho más inminente. Es gente que vive de la cultura... pero sin hacer cultura.
—¿Satisfecho con la reedición del clásico ‘El precio de la transición’, además de ‘Nunca llegaré a Santiago?
—Claro, hay que estar orgulloso de que a uno le reediten los libros, porque eso quiere decir que no han caducado. Es lo terrible de los libros, cuando les llega la fecha de caducidad.
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