José A. de la Riera, FICS.
Akelarre de mochilas y bordones, griterío y euforia desbordada por doquier... grupos que se saludan, amigos que se despiden, otros que se reencuentran y el pobre José Luis intentando poner cierto orden y algún concierto en ese gozoso caos que se repite todos los días, sea Año Santo o no, sea “temporada alta” o no, ya caiga un sol radiante o chuzos de punta sobre la compostelana Plaza de Cervantes.
Allí está Casa Manolo, “la otra catedral”, amparo y remedio de peregrinos de todas las latitudes, refugio de almas perdidas en el Camino y jubilosamente reencontradas entre las mesas y fogones del mítico restaurante santiagués y santiaguista. Es, para muchos, el último contacto real con el Camino de Santiago antes del duro regreso, el último abrazo, el penúltimo “Buen Camino”.
Los hermanos
Manuel y Antonio Rodríguez Gómez llegaron desde Ourense para ganarse la
vida en Santiago con una filosofía clara: aliviar los estómagos del
prójimo, que es una de las formas más auténticas y honradas de amar a
los somejantes.
Eligieron para ello, en 1953, un humilde local en la Rúa Travesa, muy cerca del actual emplazamiento del restaurante, que tardó muy poco en convertirse en referencia absoluta para los estudiantes de la cercana Facultad de Letras, para las gentes que frecuentaban el mercado y para todo aquel aldeano que llegaba a Compostela para hacer “recados”, para ir al médico, para asistir a la feria... pero para los estudiantes, al modo de Coimbra, Casa Manolo era casi una “república”.
En los años sesenta y setenta allí se comía, se conspiraba, se hacían planes y se arreglaba el mundo. Era un establecimiento afanoso y libertario, donde las mesas corridas igualaban al catedrático (que los hubo) con el funcionario de correos, a los conspiradores del PC con los señores abades, llegados a Compostela desde cualquier parroquia del rural gallego para reclamar “lo suyo”. Una verdadera república del grelo y del cocido, una democracia hecha igualitaria por la empanada de xoubas o de raxo, un parlamento donde los campanillazos de la presidencia llegaban desde la cocina acompañados de natillas o flan de la casa.
Con el renacimiento de las peregrinaciones jacobeas, a mediados de los ochenta del pasado siglo, comenzaron a llegar los peregrinos. Casa Manolo no figuraba en ninguna guía, ni repajolera falta que le hacía, fue el buen trato y los buenos precios unidos al boca a boca, lo que pronto hicieron de la modesta casa de comidas un referente absoluto para aquellos primeros peregrinos que aparecían en Compostela recorriendo un Camino resucitado. Después, ya en los noventa, llegó el maremagnum a la modesta casa de comidas, el magnífico totus revolutum gastronómico y vital que muchos peregrinos no dejaban de practicar por nada del mundo, después de la visita a la Rúa do Vilar y su Oficina del Peregrino y del abrazo al Apóstol que sonríe bondadoso en la cercana catedral.
Pero fue precisamente a finales de los noventa cuando vino “el cambio”. El viejo local se quedaba pequeño ante la marea peregrina así que José Luís Gayoso, yerno de Manolo y al frente del local, “tiró palante”, se estableció en Cervantes en los antiguos locales de Almacenes Simeón, se sentó con el arquitecto Pedro del Llano y de ahí salió el coquetón local de diseño actual. Naturalmente, cundió el pánico entre la peña habitual, ya mayoritariamente peregrina: “José Luís ahora ha abierto un local para la pijería”. Pero nada más lejos de la realidad: los quince primeros platos a elegir, los quince famosos segundos, el precio moderado como pocos, la filosofía de siempre y sobre todo la sonrisa abierta y la mano tendida a los peregrinos hicieron el resto: local siempre a tope y clientela peregrina “in crescendo”. A los valores gastronómicos de Casa Manolo hay que añadir (incluido en el precio) la sabiduría, la cordialidad y la paciencia del propio José Luis y de toda su gente, algo realmente difícil de conseguir en medio del aparente caos (perfectamente organizado, por otra parte) del restaurante en hora punta, justo cuando se mezclan lenguas inverosímiles pidiendo chipirones con arroz o caldo gallego, una fotografía con Manolo (los brasileños le adoran), un consejo, un recado traído de lejanos países... todo el ecumenismo, toda la solidaridad y la inmensa fiesta del Camino se congregan allí.
José Luís no quiere publicidad (le sobra), no quiere entrevistas, “lo importante no soy yo, son ellos”, dice refiriéndose a la clientela feliz que vocifera en las mesas. Realmente un mito del Camino de Santiago. Pertenece a la estirpe de Pablo Payo, el inolvidable mesonero de Villasirga, en los Campos Góticos, y representa cincuenta y seis años de trabajo bien hecho, un día y todos los días, que demuestra que no todo en el Camino es picaresca y abuso, que todavía quedan lugares donde el peregrino es recibido con cariño, tratado con esmero, escuchado, alentado. A José Luis sólo le queda una cosa tras tantos años a pie de obra y hablando de un Camino que conoce de carrerilla: “hacer” el Camino. Lo tiene difícil, a no ser que lo haga debidamente disfrazado, es querido urbi et orbi y no pasaría de Navarra. Y eso le pasa por haberse convertido en uno de los símbolos de una Compostela perenne, acogedora, abierta a todos (como en los siglos) y que aún pervive entre los muros de locales como Casa Manolo, la otra catedral de Santiago de Compostela.
Eligieron para ello, en 1953, un humilde local en la Rúa Travesa, muy cerca del actual emplazamiento del restaurante, que tardó muy poco en convertirse en referencia absoluta para los estudiantes de la cercana Facultad de Letras, para las gentes que frecuentaban el mercado y para todo aquel aldeano que llegaba a Compostela para hacer “recados”, para ir al médico, para asistir a la feria... pero para los estudiantes, al modo de Coimbra, Casa Manolo era casi una “república”.
En los años sesenta y setenta allí se comía, se conspiraba, se hacían planes y se arreglaba el mundo. Era un establecimiento afanoso y libertario, donde las mesas corridas igualaban al catedrático (que los hubo) con el funcionario de correos, a los conspiradores del PC con los señores abades, llegados a Compostela desde cualquier parroquia del rural gallego para reclamar “lo suyo”. Una verdadera república del grelo y del cocido, una democracia hecha igualitaria por la empanada de xoubas o de raxo, un parlamento donde los campanillazos de la presidencia llegaban desde la cocina acompañados de natillas o flan de la casa.
Con el renacimiento de las peregrinaciones jacobeas, a mediados de los ochenta del pasado siglo, comenzaron a llegar los peregrinos. Casa Manolo no figuraba en ninguna guía, ni repajolera falta que le hacía, fue el buen trato y los buenos precios unidos al boca a boca, lo que pronto hicieron de la modesta casa de comidas un referente absoluto para aquellos primeros peregrinos que aparecían en Compostela recorriendo un Camino resucitado. Después, ya en los noventa, llegó el maremagnum a la modesta casa de comidas, el magnífico totus revolutum gastronómico y vital que muchos peregrinos no dejaban de practicar por nada del mundo, después de la visita a la Rúa do Vilar y su Oficina del Peregrino y del abrazo al Apóstol que sonríe bondadoso en la cercana catedral.
Pero fue precisamente a finales de los noventa cuando vino “el cambio”. El viejo local se quedaba pequeño ante la marea peregrina así que José Luís Gayoso, yerno de Manolo y al frente del local, “tiró palante”, se estableció en Cervantes en los antiguos locales de Almacenes Simeón, se sentó con el arquitecto Pedro del Llano y de ahí salió el coquetón local de diseño actual. Naturalmente, cundió el pánico entre la peña habitual, ya mayoritariamente peregrina: “José Luís ahora ha abierto un local para la pijería”. Pero nada más lejos de la realidad: los quince primeros platos a elegir, los quince famosos segundos, el precio moderado como pocos, la filosofía de siempre y sobre todo la sonrisa abierta y la mano tendida a los peregrinos hicieron el resto: local siempre a tope y clientela peregrina “in crescendo”. A los valores gastronómicos de Casa Manolo hay que añadir (incluido en el precio) la sabiduría, la cordialidad y la paciencia del propio José Luis y de toda su gente, algo realmente difícil de conseguir en medio del aparente caos (perfectamente organizado, por otra parte) del restaurante en hora punta, justo cuando se mezclan lenguas inverosímiles pidiendo chipirones con arroz o caldo gallego, una fotografía con Manolo (los brasileños le adoran), un consejo, un recado traído de lejanos países... todo el ecumenismo, toda la solidaridad y la inmensa fiesta del Camino se congregan allí.
José Luís no quiere publicidad (le sobra), no quiere entrevistas, “lo importante no soy yo, son ellos”, dice refiriéndose a la clientela feliz que vocifera en las mesas. Realmente un mito del Camino de Santiago. Pertenece a la estirpe de Pablo Payo, el inolvidable mesonero de Villasirga, en los Campos Góticos, y representa cincuenta y seis años de trabajo bien hecho, un día y todos los días, que demuestra que no todo en el Camino es picaresca y abuso, que todavía quedan lugares donde el peregrino es recibido con cariño, tratado con esmero, escuchado, alentado. A José Luis sólo le queda una cosa tras tantos años a pie de obra y hablando de un Camino que conoce de carrerilla: “hacer” el Camino. Lo tiene difícil, a no ser que lo haga debidamente disfrazado, es querido urbi et orbi y no pasaría de Navarra. Y eso le pasa por haberse convertido en uno de los símbolos de una Compostela perenne, acogedora, abierta a todos (como en los siglos) y que aún pervive entre los muros de locales como Casa Manolo, la otra catedral de Santiago de Compostela.
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