(del blog de Emilio Valade del Río)
EL BOSQUE |
Aunque se sabe de muchos casos
ocurridos allí y comentados en voz baja, pues “luego, todo se sabe”, yo sólo
conozco uno con certeza y lo voy a relatar ahora, sin temor a lo que pueda
ocurrir. El protagonista es un joven alemán, de nombre Ludwig, que hizo el Camino
en verano de 2012. Lo hizo en solitario, si bien se veía por las noches con
amigos en albergues concretados cada mañana. El día era para sus soledades y
sus reflexiones, pues por lo visto debía arreglar muchas cosas propias de su
vida.
AQUEL ATARDECER |
Al entrar en Galicia no se sintió solo,
más bien notó como una compañía
inefable, pero que sentía a su lado sin lugar a dudas.
Desde entonces, los días, las caminatas o los descansos ya no volvieron a ser
en soledad. De un modo inexplicable, Ludwig se sentía acompañado sin que eso le
causase mayor zozobra. Más bien era una compañía agradable la que sentía.
Adentrándose en Galicia, Ludwig llegó a
Sarria, visitó Barbadelo y, Camino adelante, se enfiló hacia Paradela al caer
la tarde. En aquella ocasión el atardecer era especialmente hermoso después de
un soleado día otoñal. Al poco comenzó a subir la niebla y hubo un momento en
que se hizo dificultoso avanzar por el Camino. Nuestro peregrino lamentó no
haber quedado a pernoctar en el priorato de Barbadelo, pero ya no era oportuno emprender
la marcha atrás.
En
esto, comenzó a escuchar el sonido
de una campana que, cual faro sonoro, le guió hasta una ermita perdida,
de la
que no tenía datos en ninguno de sus libros. Al llegar, un fraile joven
le
atendió cordialmente casi como si le estuviese aguardando. Dijo llamarse
Rudesindus y charlaron hasta bien entrada la madrugada. Entre ellos
pronto
nació una estrecha sintonía que hizo que las confidencias fluyesen
tranquilamente de uno a otro. Los consejos más íntimos y los recuerdos
mas guardados,
todo apareció en aquella tranquila noche de niebla. Los problemas del
peregrino pronto quedaron al descubierto y, si bien ninguno de ellos fue
resuelto, Rudesindus la ayudó a verlos desde otra perspectiva más real y
a la medida de sus posibilidades personales.
También Ludwig comentó la sensación de compañía que sentía desde tiempo atrás, pero a eso Rudesindus sólo sonrió y guardó silencio. Casi al amanecer salieron a dar un paseo por el monte. La niebla ya se había disipado y en el cielo las estrellas auguraban el pronto amanecer de un hermoso día. Durmieron junto a una acogedora chimenea que lanzaba una luz ya mortecina y un calor como de hogar.
ERMITA DE RUDESINDUS |
También Ludwig comentó la sensación de compañía que sentía desde tiempo atrás, pero a eso Rudesindus sólo sonrió y guardó silencio. Casi al amanecer salieron a dar un paseo por el monte. La niebla ya se había disipado y en el cielo las estrellas auguraban el pronto amanecer de un hermoso día. Durmieron junto a una acogedora chimenea que lanzaba una luz ya mortecina y un calor como de hogar.
RUDESINDUS EN VILAR DE DONAS |
Al despertarse, Ludwig lo hizo sobre un
lecho de musgo. De la ermita, de Rudesindus y de la chimenea no quedaba nada,
absolutamente nada. También había desaparecido aquella sensación de compañía
que tenía desde hacía bastantes días. Sólo le rodeaba el silencio, ese profundo
silencio del bosque gallego en otoño, que inundaba todo el entorno.
Ludwig retornó al Camino y, si bien
preguntó y preguntó, nadie quiso explicarle nada de lo que decía haber vivido,
si bien todos sonreían con cierto aire socarrón al escucharle. Fue en la
iglesia de Vilar de Donas donde tuvo un profundo sobresalto, pues en una lápida
sepulcral de la iglesia, estaba tallada perfectamente la imagen de Rudesindus,
un monje guerrero del siglo XIV, cuya función principal era la de defender y
orientar a los peregrinos.
Cuando relató su experiencia a los
responsables del templo, éstos no quisieron decirle nada al respecto, pues como
ellos mismos dijeron a modo de disculpa, “después,
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