El pan y el vino
eran las bases de la alimentación medieval. Por lo tanto estos
elementos serían indispensables en el viaje. Los peregrinos del norte
de Europa e Inglaterra, zonas donde el vino no se consumía en exceso,
bebían fundamentalmente cerveza.
La comida pedida por un peregrino en un mesón o el contenido del zurrón
jacobeo para acompañar al pan eran la carne, el pescado, las legumbres,
las hortalizas las verduras y las frutas. Todo ello dependía del poder
adquisitivo del consumidor.
La mayor dificultad de los peregrinos para
seguir con su dieta habitual durante la peregrinación era la carencia
de estos alimentos en las diferentes comarcas por las que pasaban.
El
mundo rural, cuya dieta era muy monótona, tenía sus propios
productos-base; la carne más empleada era la de cerdo, aunque también
se sacrificaban para el consumo humano ovejas y vacas. Estas carnes
pertenecían a animales viejos y por su dureza debían ser cocidas
durante largo rato en una olla perdiendo, de este modo, todo su sabor y
propiedades nutritivas. Dado el escasísimo poder adquisitivo de las
clases populares en esta época podemos pensar que los peregrinos, en su
mayoría pobres, no podrían consumir más que despojos (hígados, orejas, patas, tripas).
Muy apreciadas, en las zonas donde se elaboraban, eran las morcillas (a base de sangre de cerdo, azúcar, pasas y piñones), las castañas, complementadas también con sangre porcina, y las tortitas de harina de mijo.
Los viernes y el resto de los periodos
marcados por la Iglesia como de abstinencia los peregrinos más
afortunados encontrarían algún pescado en su mesa, el resto debería
comer frutas y verduras (habas, judías, lentejas, ajos, calabazas, rábanos, lechugas...) a las que añadiría los huevos, crudos o cocinados.
El pan no se parecía al actual sino que era una mezcla de cereales (mijo y avena) cocidos con agua (leche) y sal.
Un alimento que en la Edad Media era casi tan imprescindible como el pan, eran los quesos.
De hecho no solo era el producto omnipresente en el morral de todo
peregrino, sino que en la mayoría de los monasterios, era el principal
soporte proteínico de los monjes. Queso con pan y miel, un regalo para
el paladar y el mejor reconfortante para un cuerpo maltrecho.
Las carnes y el pescado
no se salaban como en la actualidad, sino que se condimentaban con
especias de fuerte sabor (pimienta, canela, clavo, azafrán) y se freían
en grasas animales (contrarias a las recomendaciones médicas actuales).
Sólo en las zonas mediterráneas se usaba el aceite de oliva.
En los mesones, refugios o conventos donde
podían comer los peregrinos no se usaban manteles, platos ni tenedores;
ante sí el peregrino encontraba cucharas, cuchillos y escudillas de
madera. Los reyes, obispos, señores feudales, y poderosos fundadores,
se aseguraban de dotarlos tanto de materiales como de medios
suficientes, ya fueran en propiedad, como las tierras de cereales,
ciñas, huertos, granjas y animales, o bien en usufructo, mediante
derechos y concesiones especiales o diezmos, existiendo una
considerable diferencia de unos sitios a otros, y de unas época a
otras, pero todas tenían el mismo denominador común de dar a los
peregrinos una comida extraordinariamente abundante y variada, según el
régimen de la zona.
En el siglo XIII, se proporcionaba diariamente
a los pobres albergados en el hospital de Carrión, dos panes, una jarra
de vino, una ración de cocido, queso, manteca, y carne tres días a la
semana. El abastecimiento y el buen funcionamiento estaba asegurado por
un personal que se prestaba a ello en total dedicación, y que constaba
de hospitaleros, limosneros, despenseros y albergueros. Los más grandes
contaban también con una cofradía de clérigos y canónigos al frente de
un prior.
Uno de los hospitales del que se tiene más
información es el de Roncesvalles, fundado a comienzos del siglo XII
por un obispo de Pamplona, y que se mantuvo en activo hasta bien
entrado el siglo XVIII, siendo considerado como uno de de los más
importantes, no solo del Camino de Santiago, sino de toda la
cristiandad. En el siglo XVIII de daba a cada uno de los peregrinos un
pan de dieciséis onzas, media pinta de vino y suficiente pitanza de
caldo y carne, y los días de cuaresma y vigilia, abadejo o sardinas,
huevos y queso, con caldo y legumbre y otros buenos ingredientes,
especialmente en Semana Santa y otros días festivos, llegándose a
repartir más de veinte mil al año, llegando en ocasiones a treinta mil.
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