miércoles, 22 de octubre de 2014

Testimonios Peregrinos

Un corazón roto

 Por José Almeida
La diferencia de edad nunca fue un obstáculo para que entre ellos hubiera complicidad. Desde que era muy peque­ña Joana se sentaba en las piernas de su padre y con gran­des ojos de admiración escuchaba siempre las historias que éste le contaba.
Los años fueron pasando y la admiración fue creciendo. Esta llegó a ser mutua ya que Peter sentía verdadera devo­ción y respeto por el esfuerzo que Joana hacía para abrirse un espacio en la vida. Ella veneraba los desvelos de su pro­genitor para que a su familia no le faltaran las cosas más elementales que en la vida se pueden necesitar.
Cuando el pelo de Peter se volvió plateado, llegó la hora del descanso. Ya había trabajado lo suficiente para tener un retiro merecido que le permitiera descansar y disfrutar cuando llega­ran los nietos a los que se imaginaba sentándolos en sus rodillas, contándoles las mismas historias que embelesaron a Joana.
Pero el destino a veces juega malas pasadas. Un día cayó en sus manos una publicación que le hablaba de un camino mágico de estrellas que a través de un país lejano llegaba hasta el fin del mundo.
Su mente adulta se volvió infantil. Comenzó a soñar. Se veía caminando por el sendero mágico y volvería a revivir todas las historias que contaba a su hija siendo el protagonista de ellas.
Fue rumiando cómo podía afrontar el rechazo de los suyos cuando les expusiera que deseaba ver cumplidos sus sueños, un día se armó de valor y dijo que seguiría lo que su instinto le aconsejaba.
Los reproches que su hija le lanzó se los esperaba, pero jamás imaginó que fueran tan agresivos y críticos, aunque pensándolo bien, Joana tenía razón. Aún no era un anciano pero estaba cerca de llegar a esa fase de la vida y no tenía las mejores condiciones para llevar sobre su espalda una mochila con todas sus pertenencias y lanzarse a una aventura absurda para su edad.
Pero Peter no era de los que se amedrentan ante las adversidades y en la vida solo le quedaban por cumplir los pocos sueños que mantenía y no pensaba renunciar a ellos.
Un radiante día de mayo se despidió de Joana bajo la amenaza de ésta de no volver a verlo jamás ya que cuando regresara no la encontraría en casa.
Unas lágrimas fueron resbalando por sus arrugadas mejillas mientras daba la espalda a Joana, la niña por la que hubiera dado su vida no lo comprendía y lo rechazaba. Aquello casi le rompió el corazón pero sabía que si no cumplía su sueño se arrepentiría todos los días que le quedaban de vida.
Una vez en el camino el espíritu de Peter cambió. Se le veía jovial, era uno más de los muchos peregrinos que se encontraban en la ruta y se sentía el hombre más feliz del mundo. Sólo una sombra de amargura cada vez que se acordaba de su hija ensombrecía su ánimo pero pensó que la unión que entre ellos había jamás se podría romper y a su regreso, cuando Joana viera su felicidad, volverían a ser los mismos de antes.
Cada jornada era más dichosa que la anterior, su corazón rebosaba de alegría y su alma se sentía transportada a los personajes de las historias que Joana escuchaba de pe­queña con esos enormes ojos que relucían como estrellas.
Tras dejar atrás el Irago, su corazón no pudo albergar tanta euforia y estalló en mil pedazos convirtiéndose desde ese momento en una estrella más que guía a los peregrinos.
Joana no podía creérselo cuando viajó para hacerse car­go del cuerpo de su padre y reconocer el cadáver que se en­contraba sobre una mesa de mármol veteado del tanatorio del pueblo. Ante aquel cuerpo frío e inerte quiso volcar to­dos los reproches y la rabia que había acumulado desde que le dieron la noticia, pero no pudo. Al contemplar su rostro sereno que irradiaba felicidad sólo pudo abrazarlo y derra­mar muchas lágrimas sobre el rostro de aquella persona que había sido el centro de su universo, quien le había dado todo el cariño y el amor que se puede desear.
Algunos peregrinos que caminaban con Peter no reini­ciaron la siguiente jornada, se quedaron para decirle adiós, Joana comprobó lo querido que era su padre por gente que hacía pocos días que lo conocían, pero le hablaban de sus virtudes, ésas que Joana en muchos años que vivió a su lado no supo encontrar.
Le llamó la atención que peregrinos que habían conoci­do a su padre dos días antes del fatal desenlace lo conocían mejor que los amigos de toda la vida que había dejado en su país. Aquello la llegó a inquietar y, tras dos días de refle­xión, decidió terminar el camino que su padre no pudo completar, sería su tributo para realizar su sueño.
Con la credencial y la mochila de su padre, tras proveer­se de las cosas necesarias, decidió continuar con la planifi­cación que Peter llevaba en una pequeña libreta que guar­daba en la mochila.
Ahora comenzaba a sentir y comprender el gesto que vio en el rostro de su padre en la morgue. No podía enten­der cómo, a pesar de las adversidades de los últimos días, era feliz y contagiaba con esa felicidad a quienes caminaban cada día a su lado.
Los pocos días que pasó en el camino, hasta que la mar frenó su avance, fueron tan intensos que le parecía que había vivido una nueva vida. Quería transmitir las sensaciones acumuladas pero nunca encontraba las palabras precisas que pudieran expresar lo que su cabeza quería decir.
Cuando terminó de caminar, hizo una gran hoguera junto al mar y quemó todas las pertenencias de Peter. Tam­bién incluyó algunas prendas suyas como si en un ritual quisiera que se fusionaran los espíritus de los dos.
Mientras el fuego se consumía, una idea cruzó su men­te, ya nada la unía a su país, quizá el destino ha sido quien la llevó a ver que hay otra forma de encontrar la felicidad. Tras meditarlo toda la jornada, decidió regresar al pueblo en el que Peter falleció y ofrecer su colaboración en el al­bergue para recibir a los peregrinos que cada día llegaban, dándoles su hospitalidad, un poquito del cariño y el amor que ahora rebosaban en ella.
Llegó a ser muy feliz, tanto como no lo había sido nun­ca. Durante el día no paraba en el albergue haciendo que el descanso de los peregrinos fuera completo y cuando a las diez de la noche se apagaban las luces, en la oscuridad, sólo iluminada con la luz que desprendía el fuego de la chime­nea, se sentaba en la mecedora de ébano y sentía como los brazos de Peter la rodeaban y volvía a escuchar las historias que de niña tanto la habían maravillado.

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