QUIEN VAYA A HACER EL CAMINO
Por Carlos Herrera
Por Carlos Herrera
Quien quiera hacer el Camino de Santiago debe saber varias cosas: que hay que ir bien calzado, que el peso de la mochila no debe sobrepasar los ocho kilos, que hay diferentes rutas aunque todas lleven al mismo sitio, que la gente ronca en los albergues, que hay que echar a andar antes de que amanezca, que no es necesario programarse etapas inacabables, que el sol te da de espaldas, que es mejor ir solo que mal acompañado, que en año jacobeo camina el doble de gente y que si es verano pasarán un calor considerable.
Quien quiera hacerlo por primera vez que entrene durante un par de semanas con el calzado que piensa llevar y que sepa que se apresta a enfilar un desfiladero emocionante en el que se sorprenderá de lo mucho que es capaz de andar.
Que sepa también que el Camino es un corto viaje por las soledades, por los campos ensabanados de amarillo, por los regatos y desfiladeros que se alternan con senderos boscosos y pistas inacabables de grava y arena, por tierras que abruman por el mercurio denso de su pasado, por paraísos del románico más inesperado, por el gótico sobrio de las citas catedralicias, por el rostro acogedor de sus lugareños y por trigales persistentes y auroras inciertas.
Quien vaya a hacer el Camino debe saber que le esperan serenatas de viento y musgo, mariposas en las cunetas, alondras en los sembrados, el olor de la piedra umbría, el primer aroma de la hiniesta, ese vaho de nostalgia que esconden secretamente las higueras, la promesa de vino entre las vides, el canto mañanero de los mirlos y el compás dormido en el perezoso despertar de los pueblos.
Quien ahora mismo empiece a sentir las incontrolables ganas de echarse a caminar debe empezar a familiarizarse con los nombres que serán para siempre memoria sentimental: Roncesvalles, El Perdón, Viana, Mostelares, Frómista, Cruz de Hierro...
En El Cebreiro encontrará el humedal de piedra donde Galicia le abre la puerta al aire para que vaya pasando y se haga bruma; en Castrillo de Polvazares, la sabia mezcla de arcilla y ramaje que parece sacada de un paisaje sirio; en Sahagún, el foco primitivo del más puro arte mudéjar; en León –las gemas del Cáliz de Doña Urraca–, la explicación de que la historia común de España nace antes de que dos reyes yacieran juntos una noche.
Quien vaya a hacer el Camino cruzará robledales, un puñado de carvallos, filos de corredoiras donde apacentan ganado, frondas y canales de regadío, chopos, álamos, mesetas. Entre la gloria y uno ya sólo habrá piedra, vieja piedra compostelana y esa fina lluvia, tan de lágrimas, que acaba verdeando los rostros demudados de los caminantes.
El Camino nos lleva desde los eucaliptales perdidos en llanuras inacabables hasta la azotea de un alto edificio verde al que no se sube sin dolor y que, al llegar, regala un festín reconfortante de agua pulverizada.
Quien este verano se cuelgue una mochila y una medalla y eche a andar debe saber que hay una extraña voz interior que te dice «¡camina!» cuando más desfallecido estás, que la senda está poblada de tipos que llegan de los lugares más remotos del mundo sin que uno entienda qué los ha traído hasta aquí, tipos que caminan sin descanso y sin dar explicaciones, que arrastran el misterio como arrastran los pies, que llevados por el arrullo gregoriano hasta Samos llegan a Sarria y estiran el cuello porque creen poder ver Santiago y al apóstol de anchas espaldas que espera el abrazo.
Si, como ellos, ya han decidido salir, si van a caminar mirando hacia los adentros de uno, si van a pisar la asombrosa España de ríos y fuentes, de cardos y perdices, de espigas y lanas, de vino y promesas, sepan que han tomado la decisión correcta. Nunca nada será igual y, año tras año, contarán los días que les quedan para volver a explorar la espesura más desconocida de todo universo: uno mismo. Feliz Camino.
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