El Camino de la Fuerza
Por Mony Dojeiji (Ilustración de Alberto Agraso)
“El Camino de
Santiago es el Camino de la Espada”, dijo una peregrina a la gente que la
rodeaba. Yo no formaba parte de su grupo, pero me acerqué, fascinada por lo que
escuchaba, sintiendo que el Camino me estaba hablando. “Aquí luchas contra tus
propios demonios, y encuentras la fuerza y la valentía que nunca creíste
tener.”
Sus palabras
resonaron en mi corazón. Apenas unos meses antes, estaba trabajando en una de
las empresas americanas más importantes del mundo, con todos los frutos
materiales que un buen sueldo provee. Pero me sentía vacía. Mi inesperado
divorcio me había dejado atónita, con infinidad de preguntas, siendo el
“porqué” la más insistente. Los consejos de mis amigos y de un buen terapeuta
me ayudaron, pero no llenaron el vacío que sentía en el corazón.
Ésta sería la
labor de los libros de auto-ayuda y crecimiento personal que descubrí en
aquellos días. Con gran ilusión y esperanza, empecé a practicar esta nueva
manera positiva de ver la vida, a desvelar
los miedos disfrazados, a sanar lo que hasta entonces había estado oculto.
Un sábado por la
tarde, café en mano, ojeaba, como de costumbre, la sección de espiritualidad en
la librería de mi barrio. Mis ojos se posaron en la portada de un libro con el perfil
de una mujer caminando. Llevaba ropas de senderismo, un gorro de ala ancha para
el sol, unamochilay un rústico bastón. Cogí el libro con manos
inexplicablemente temblorosas, el corazón palpitante. Cada paso me resultaba
tremendamente familiar. Podía sentir las piedras y la tierra bajo mis pies y la
tibia aspereza del bastón en mi mano. Podía aspirar el olor de las uvas y las
flores, percibir el canto de los pájaros al amanecer y el lamento de los perros
en la noche. Podía, sobre todo, entender sus miedos, sus dudas y sus
inquietudes. En ese preciso momento,
supe que tenía que hacer aquel camino. El Camino de Santiago me estaba
llamando.
En menos de dos
mesesdejé mi trabajo, me puse la mochila y emprendí el viaje a St. Jean Pied du
Port. Mi familia y muchos de mis amigos pensaron que había perdido el poco
juicio que me quedaba. Peor aún fue el
hecho de no poder explicarles racionalmente mi decisión. ¿Cómo puede alguien
explicar una llamada de este tipo?, ¿la sensación de saber lo que las palabras
no pueden captar? Finalmente, dejé a mi familia con sus temores, y salí a
enfrentar los míos.
Empecé a caminar con
buenas intenciones, a abrir mi corazón y a disfrutar de la experiencia. En
pocos días llegué a conocer peregrinos de todas partes del mundo. Disfrutábamos
de nuestro tiempo juntos, pero siempre terminaban adelantándome, pues mi paso
era más lento. Posiblemente fue mi orgullo o quizás mi lado competitivo, pero
no quería quedarme atrás y ser siempre la última en llegar al albergue. Así que empecé a caminar más rápido. Corrí
demasiado y el Camino me compensó con terribles ampollas que me frenaron aún
más. Comprendí entonces que el Camino no era una carrera que ganar o una ruta
por dominar, sino un camino de auto-descubrimiento que requería ser respetado y
escuchado antes de desvelar sus secretos.
Poco a poco, el
Camino comenzó a hablar conmigo. No a voces; sino más bien con susurros,
volutas de intuición que no podía evitar seguir. A veces parecía como si
estuviera aprendiendo una lengua nueva. Sentía emerger en mí una nueva manera
de ser – abierta, confiada, entregada –, aspectos de mí misma que ansiaba
desarrollar después de una vida regida por la lógica y la necesidad de dirigir
y controlarlo todo. Cada vez que seguía alguna pista de mi intuición, sellaba
más firmemente mi conexión con el Camino.
Supliqué al Camino
que me mostrara el siguiente paso en mi vida. Anhelaba vivir una vida con
sentido, dedicándome a una labor que me llenara. Sentí su abrazo
reconfortándome y escuché su susurro alentándome a tener paciencia. Vi como el
Camino señalaba mis propios miedos, dándome la oportunidad de sanarlos. La
mayoría de ellos podían resumirse en el miedo a destacar o a hacer algo
diferente que pudiera llamar la atención. Temía mucho la opinión de los demás y
deseaba a toda costa su aprobación. Este temor se reveló claramente de la forma
más sencilla.
Día tras día,
observaba con disgusto la cantidad de basura esparcida en el Camino e,
indignada, condenaba el poco respeto que algunos peregrinos sentían por él. Se
me ocurrió entonces la idea de recoger algunos desechos yo misma, pero ¿que
pensaría la gente si me veía recogiendo basura? Intenté ignorar el problema,
pero parecía perseguirme a cada paso que daba. Por fin me decidí a hacer algo. Guardé
una bolsa de plástico pequeña en el bolsillo exterior de mi mochila y empecé a
caminar. Cuando me encontraba con una lata abandonada, me detenía y miraba a mi
alrededor. Si no había peregrinos a la vista, cogía la lata o el paquete de
patatas vacío y los metía en la bolsa. Seguí mi camino, recogiendo basura a
escondidas, sintiéndome orgullosa de mi pequeño triunfo, pero a la vez
avergonzada. Allí estaba el Camino ofreciéndome tanto, y yo no podía mostrarle
siquiera un gesto de gratitud en público. Por segunda vez, el Camino me ofrecía
la oportunidad de superar mi miedo.
En mi marcha del día
siguiente, recogí unas botellas de agua a plena vista de dos peregrinas que
pasaban en ese momento. No dijeron nada, es más, parecieron no darse cuenta de
la magnitud de lo que estaba ocurriendo. ¿Podría ser que este temor que me
debilitaba tanto fuera solamente una obsesión mía, una perspectiva errónea de
la vida, que nada tenía que ver con los demás? La idea me animó y me dio aún
más valor para recoger más basura ante la gente. Curiosamente, nadie me prestaba
la más mínima atención. Empecé entonces a recoger basura abiertamente, sin
pensar en quién me podía estar observando. Y entonces la cosa más asombrosa
ocurrió: vi a unos peregrinos con bolsitas recogiendo también basura por el
Camino.
El Camino me estaba
enseñado una lección inolvidable: No sólo puedo superar mis miedos y cambiar,
sino que cuando yo cambio, mi entorno también se transforma. Y cuando honro mis
valores y los vivo plenamente, puedo cambiar el mundo.Fue tan sólo unos días
después, cuando me encontré sentada cerca de esta peregrina, escuchándola
hablar del Camino de la Espada.
“Hay también una
ruta a Roma que se llama el Camino del Corazón,” continuó la desconocida
peregrina. “Y finalmente, una ruta a Jerusalén, conocida como el Camino del
Alma.”
El tiempo se detuvo
para mí en aquel momento. La palabra Jerusalén me causó una reacción visceral.
Al ser hija de padres libaneses, el problema del Oriente Medio formaba parte de
mi vida. Mis padres dejaron su país natal huyendo de la guerra civil,
encontrando refugio en Canadá. El conflicto me fascinaba; su antigüedad, su
complejidad, cómo los amigos, de un día para otro, se convertían en enemigos. Crecí
más interesada en la justicia que en la paz, convencida de que la única manera
de conseguir la segunda era a través de la primera.
Con mi cambio
espiritual, la guerra y la resistencia no parecían ser ya el camino más ideal
para alcanzar la paz, pero ¿cómo lograrla sin luchar contra la injusticia? Este
dilema atormentaba mis pasos hasta que escuché que el Camino del Alma llevaba a
Jerusalén. Supe entonces que caminaría a Jerusalén para conocer mi alma, para
entender qué significaba la paz, y para llevarla a aquella tierra tan dividida.
Terminé mi
peregrinación en Finisterre, agradecida al Camino por sus revelaciones,
convencida de que por fin había encontrado el propósito de vida que tanto
deseaba: iba a peregrinar a Jerusalén por la paz. Esto ocurrió en julio del
2001. Unos meses después, los acontecimientos del 11 de septiembre en Nueva
York me confirmaban esta decisión. Me puse mi mochila de nuevo y viajé a Roma,
el destino del Camino del Corazón. Allídi mis primeros pasos en el Camino del
Alma, un camino de 5000 kilómetros por la paz.
Pero ésta es otra
historia…
Mony Dojeiji formalizó sus
estudios con un Master en Gestión de Empresas en Canadá y, durante diez años, se
dedicó a cimentar su carrera en Ventas y Marketing en la floreciente industria
del software.
Su
creciente descontento con la falta de significado en su trabajo la llevó a
abandonar su lucrativa carrera en el 2001 y a emprender una profunda búsqueda
de sí misma.
Conoció a su esposo
Alberto en el Camino de Santiago (España), y juntos se embarcaron en una Marcha
por la Paz recorriendo 5000 kilómetros y 13 países, durante 13 meses. Esta andadura
se revelaría como un camino de autodescubrimiento, un camino que continúan
caminando hasta el día de hoy, uno cuyas ideas y revelaciones reflejan en los
artículos y creaciones artísticas que comparten en su web. Han vivido en España
y ahora viven en Canadá con su hija Sylvana.
Este relato es un extractodel libro “Peregrinas por el
Camino de Santiago”, reproducido con permiso de su editorial Casiopea Ediciones.
Para adquirir la versión original completa, por favor, visite http://www.mujeresviajeras.com.
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