viernes, 4 de mayo de 2012

Testimonios Peregrinos


El Camino de la Fuerza

Por Mony Dojeiji (Ilustración de Alberto Agraso)  
“El Camino de Santiago es el Camino de la Espada”, dijo una peregrina a la gente que la rodeaba. Yo no formaba parte de su grupo, pero me acerqué, fascinada por lo que escuchaba, sintiendo que el Camino me estaba hablando. “Aquí luchas contra tus propios demonios, y encuentras la fuerza y la valentía que nunca creíste tener.”
Sus palabras resonaron en mi corazón. Apenas unos meses antes, estaba trabajando en una de las empresas americanas más importantes del mundo, con todos los frutos materiales que un buen sueldo provee. Pero me sentía vacía. Mi inesperado divorcio me había dejado atónita, con infinidad de preguntas, siendo el “porqué” la más insistente. Los consejos de mis amigos y de un buen terapeuta me ayudaron, pero no llenaron el vacío que sentía en el corazón.
 Ésta sería la labor de los libros de auto-ayuda y crecimiento personal que descubrí en aquellos días. Con gran ilusión y esperanza, empecé a practicar esta nueva manera positiva de ver la vida,  a desvelar los miedos disfrazados, a sanar lo que hasta entonces había estado oculto.
Un sábado por la tarde, café en mano, ojeaba, como de costumbre, la sección de espiritualidad en la librería de mi barrio. Mis ojos se posaron en la portada de un libro con el perfil de una mujer caminando. Llevaba ropas de senderismo, un gorro de ala ancha para el sol, unamochilay un rústico bastón. Cogí el libro con manos inexplicablemente temblorosas, el corazón palpitante. Cada paso me resultaba tremendamente familiar. Podía sentir las piedras y la tierra bajo mis pies y la tibia aspereza del bastón en mi mano. Podía aspirar el olor de las uvas y las flores, percibir el canto de los pájaros al amanecer y el lamento de los perros en la noche. Podía, sobre todo, entender sus miedos, sus dudas y sus inquietudes.  En ese preciso momento, supe que tenía que hacer aquel camino. El Camino de Santiago me estaba llamando.
En menos de dos mesesdejé mi trabajo, me puse la mochila y emprendí el viaje a St. Jean Pied du Port. Mi familia y muchos de mis amigos pensaron que había perdido el poco juicio que me quedaba.  Peor aún fue el hecho de no poder explicarles racionalmente mi decisión. ¿Cómo puede alguien explicar una llamada de este tipo?, ¿la sensación de saber lo que las palabras no pueden captar? Finalmente, dejé a mi familia con sus temores, y salí a enfrentar los míos.
Empecé a caminar con buenas intenciones, a abrir mi corazón y a disfrutar de la experiencia. En pocos días llegué a conocer peregrinos de todas partes del mundo. Disfrutábamos de nuestro tiempo juntos, pero siempre terminaban adelantándome, pues mi paso era más lento. Posiblemente fue mi orgullo o quizás mi lado competitivo, pero no quería quedarme atrás y ser siempre la última en llegar al albergue.  Así que empecé a caminar más rápido. Corrí demasiado y el Camino me compensó con terribles ampollas que me frenaron aún más. Comprendí entonces que el Camino no era una carrera que ganar o una ruta por dominar, sino un camino de auto-descubrimiento que requería ser respetado y escuchado antes de desvelar sus secretos.
Poco a poco, el Camino comenzó a hablar conmigo. No a voces; sino más bien con susurros, volutas de intuición que no podía evitar seguir. A veces parecía como si estuviera aprendiendo una lengua nueva. Sentía emerger en mí una nueva manera de ser – abierta, confiada, entregada –, aspectos de mí misma que ansiaba desarrollar después de una vida regida por la lógica y la necesidad de dirigir y controlarlo todo. Cada vez que seguía alguna pista de mi intuición, sellaba más firmemente mi conexión con el Camino.
Supliqué al Camino que me mostrara el siguiente paso en mi vida. Anhelaba vivir una vida con sentido, dedicándome a una labor que me llenara. Sentí su abrazo reconfortándome y escuché su susurro alentándome a tener paciencia. Vi como el Camino señalaba mis propios miedos, dándome la oportunidad de sanarlos. La mayoría de ellos podían resumirse en el miedo a destacar o a hacer algo diferente que pudiera llamar la atención. Temía mucho la opinión de los demás y deseaba a toda costa su aprobación. Este temor se reveló claramente de la forma más sencilla.
Día tras día, observaba con disgusto la cantidad de basura esparcida en el Camino e, indignada, condenaba el poco respeto que algunos peregrinos sentían por él. Se me ocurrió entonces la idea de recoger algunos desechos yo misma, pero ¿que pensaría la gente si me veía recogiendo basura? Intenté ignorar el problema, pero parecía perseguirme a cada paso que daba. Por fin me decidí a hacer algo. Guardé una bolsa de plástico pequeña en el bolsillo exterior de mi mochila y empecé a caminar. Cuando me encontraba con una lata abandonada, me detenía y miraba a mi alrededor. Si no había peregrinos a la vista, cogía la lata o el paquete de patatas vacío y los metía en la bolsa. Seguí mi camino, recogiendo basura a escondidas, sintiéndome orgullosa de mi pequeño triunfo, pero a la vez avergonzada. Allí estaba el Camino ofreciéndome tanto, y yo no podía mostrarle siquiera un gesto de gratitud en público. Por segunda vez, el Camino me ofrecía la oportunidad de superar mi miedo.
En mi marcha del día siguiente, recogí unas botellas de agua a plena vista de dos peregrinas que pasaban en ese momento. No dijeron nada, es más, parecieron no darse cuenta de la magnitud de lo que estaba ocurriendo. ¿Podría ser que este temor que me debilitaba tanto fuera solamente una obsesión mía, una perspectiva errónea de la vida, que nada tenía que ver con los demás? La idea me animó y me dio aún más valor para recoger más basura ante la gente. Curiosamente, nadie me prestaba la más mínima atención. Empecé entonces a recoger basura abiertamente, sin pensar en quién me podía estar observando. Y entonces la cosa más asombrosa ocurrió: vi a unos peregrinos con bolsitas recogiendo también basura por el Camino.
El Camino me estaba enseñado una lección inolvidable: No sólo puedo superar mis miedos y cambiar, sino que cuando yo cambio, mi entorno también se transforma. Y cuando honro mis valores y los vivo plenamente, puedo cambiar el mundo.Fue tan sólo unos días después, cuando me encontré sentada cerca de esta peregrina, escuchándola hablar del Camino de la Espada.
“Hay también una ruta a Roma que se llama el Camino del Corazón,” continuó la desconocida peregrina. “Y finalmente, una ruta a Jerusalén, conocida como el Camino del Alma.”
El tiempo se detuvo para mí en aquel momento. La palabra Jerusalén me causó una reacción visceral. Al ser hija de padres libaneses, el problema del Oriente Medio formaba parte de mi vida. Mis padres dejaron su país natal huyendo de la guerra civil, encontrando refugio en Canadá. El conflicto me fascinaba; su antigüedad, su complejidad, cómo los amigos, de un día para otro, se convertían en enemigos. Crecí más interesada en la justicia que en la paz, convencida de que la única manera de conseguir la segunda era a través de la primera.
Con mi cambio espiritual, la guerra y la resistencia no parecían ser ya el camino más ideal para alcanzar la paz, pero ¿cómo lograrla sin luchar contra la injusticia? Este dilema atormentaba mis pasos hasta que escuché que el Camino del Alma llevaba a Jerusalén. Supe entonces que caminaría a Jerusalén para conocer mi alma, para entender qué significaba la paz, y para llevarla a aquella tierra tan dividida.
Terminé mi peregrinación en Finisterre, agradecida al Camino por sus revelaciones, convencida de que por fin había encontrado el propósito de vida que tanto deseaba: iba a peregrinar a Jerusalén por la paz. Esto ocurrió en julio del 2001. Unos meses después, los acontecimientos del 11 de septiembre en Nueva York me confirmaban esta decisión. Me puse mi mochila de nuevo y viajé a Roma, el destino del Camino del Corazón. Allídi mis primeros pasos en el Camino del Alma, un camino de 5000 kilómetros por la paz.
Pero ésta es otra historia…

 
Mony Dojeiji formalizó sus estudios con un Master en Gestión de Empresas en Canadá y, durante diez años, se dedicó a cimentar su carrera en Ventas y Marketing en la floreciente industria del software.
Su creciente descontento con la falta de significado en su trabajo la llevó a abandonar su lucrativa carrera en el 2001 y a emprender una profunda búsqueda de sí misma.
Conoció a su esposo Alberto en el Camino de Santiago (España), y juntos se embarcaron en una Marcha por la Paz recorriendo 5000 kilómetros y 13 países, durante 13 meses. Esta andadura se revelaría como un camino de autodescubrimiento, un camino que continúan caminando hasta el día de hoy, uno cuyas ideas y revelaciones reflejan en los artículos y creaciones artísticas que comparten en su web. Han vivido en España y ahora viven en Canadá con su hija Sylvana.
Este relato es un extractodel libro “Peregrinas por el Camino de Santiago”, reproducido con permiso de su editorial Casiopea Ediciones. Para adquirir la versión original completa, por favor, visite http://www.mujeresviajeras.com.
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