sábado, 23 de mayo de 2009

Liber Peregrinationis ( X )

CAPITULO VIII (3ª parte)


(Cuerpos de santos que descansan en el Camino de
Santiago y que han de visitar los peregrinos)



En el centro de la cara anterior del arca, dentro de un círculo dorado está sentado el Señor, impartiendo la bendición con la mano derecha, sosteniendo en la izquierda un libro en el que se lee:"Amad la paz y la verdad". Bajo el escabel de sus pies hay una estrella dorada, y junto a sus brazos dos letras: Alfa y Omega, una a la derecha y otra a la izquierda.
Sobre su trono refulgen dos piedras preciosas de forma increíble.
Junto al trono, por fuera, están representados los cuatro evangelistas con alas; a sus pies tienen sendas cartelas en las que están escritos sucesivamente los comienzos de sus respectivos evangelios. Mateo está representado en figura humana, a la derecha y arriba; Lucas en figura de buey, abajo; Juan, en figura de águila, a la izquierda y arriba; y debajo, Marcos en forma de león. Junto al trono del Señor hay además dos ángeles
admirablemente esculpidos: un querubín a la derecha con los pies sobre Lucas, y un serafín a la izquierda con los pies, a su vez, sobre Marcos.
Hay dos filas de piedras preciosas de todas las clases: una, rodeando el trono en que se sienta el Señor, y la otra recorriendo igualmente los bordes del arca, y tres juntas simbolizando la Trinidad de Dios, formando un conjunto admirable. Además un personaje ilustre clavó al pie del arca, mirando hacia el altar y con clavos de oro, su propio retrato en oro, por amor al santo. Este retrato aparece hoy todavía allí, para gloria de Dios.
En la otra cara del arca, por la parte de atrás, está esculpida la Pasión del Señor. En la primera franja, aparecen seis apóstoles con los rostros alzados, contemplando al Señor que sube al cielo. Sobre sus cabezas se leen estas palabras:"Galileos, este Jesús, llevado al cielo de entre vosotros, vendrá como le habéis visto". En la segunda franja, hay otros seis apóstoles, colocados de idéntica forma. A uno y otro lado, los apóstoles están separados por columnas doradas.
En la tercera franja, se yergue el Señor en un trono dorado, con dos ángeles de pie, uno a su derecha y otro a su izquierda, los cuales, desde fuera del trono, con sus manos se lo muestran a los apóstoles, elevando una mano hacia arriba, e inclinando la otra hacia abajo. Sobre la cabeza del Señor, fuera del trono, hay una paloma como volando sobre él. En la cuarta franja, está esculpido el Señor en otro trono de oro y junto a El los cuatro evangelistas: Lucas, en figura de buey, contra el mediodía, abajo; y Mateo en figura de hombre, arriba. En la otra parte, contra el norte está Marcos
en figura de león, abajo; y Juan, a manera de águila, arriba. Hay que advertir que la majestad del Señor en el trono no está sentada, sino en pie, con la espalda vuelta hacia el mediodía, mirando como al cielo con la cabeza erguida, la mano derecha alzada y sosteniendo en la izquierda una crucecita: de esta forma va subiendo hacia el Padre, que le recibe en el remate del arca.
Así es el sepulcro de San Gil, confesor, en el que su cuerpo venerable reposa con todos los honores. Avergüéncese pues, los húngaros que dicen que poseen su cuerpo; avergüéncese los monjes de Chamalières que sueñan tenerlo completo; que se fastidien los sansequaneses que alardean de poseer su cabeza; lo mismo que los normandos de la península de Cotetin que se jactan de tener la totalidad de su cuerpo, cuando en realidad, sus sacratísimos huesos no pueden sacarse fuera de su tierra, como muchos han atestiguado.
Hubo, en efecto, quien en cierta ocasión intentó llevarse con engaño el venerable brazo del santo confesor fuera de su patria, trasladándolo a tierras lejanas, pero en modo alguno fue capaz de marcharse con él. Hay cuatro santos cuyos cuerpos dicen, y hay muchos testigos de ello, que no hay quien pueda sacarlos de sus sarcófagos: Santiago el del Zebedeo, San Martín de Tours, San Leonardo de Limoges y San Gil, confesor de Cristo. Se cuenta que el Rey de los francos, Felipe, intentó en cierta ocasión trasladar sus cuerpos a Francia, pero no consiguió por ningún medio sacarlos de sus sarcófagos.
Pues bien, los que van a Santiago por la vía tolosana, deben visitar el sepulcro de San Guillermo, confesor, que fue alférez egregio, y no de los menos significados condes de Carlomagno, soldado muy valiente y un gran experto en la guerra. Sabemos que con su gran valor conquistó para la causa cristiana las ciudades de Nimes, Orange y otras muchas. Llevándose consigo un trozo de la cruz del Señor, se retiró al valle de Gellone, donde llevó vida
eremítica y en el que reposa con todos los honores después de morir como bienaventurado confesor del Señor. Se celebra su sagrada fiesta el día 28 de mayo.
En esta misma ruta hay que visitar también los cuerpos de los santos mártires Tiberio, Modesto y Florencia, que, en tiempos de Diocleciano, sufrieron el martirio por la fe de Cristo con diversas torturas. Sus cuerpos reposan en un hermoso sepulcro a orillas del río Hérault y su festividad se celebra el 10 de noviembre.
En esta misma ruta hay que visitar, también, el venerable cuerpo del bienaventurado Saturnino, obispo y mártir. Apresado por los paganos en el Capitolio de Tolosa, le ataron a unos fieros toros sin domar que, desde lo alto de la ciudadela, le arrastraron por las escalinatas de piedra abajo, a lo largo de una milla, destrozándole la cabeza y vaciándole los sesos, y con todo el cuerpo desgarrado entregó dignamente su alma a Cristo. Su sepulcro se halla en un bello emplazamiento junto a la ciudad de Tolosa, donde los fieles levantaron en su honor una enorme basílica, con una comunidad de canónigos regulares bajo la regla de San Agustín. Allí concede el Señor numerosos beneficios a quienes le imploran. Su fiesta se celebra el 29 de noviembre.
Borgoñeses y teutones que peregrinan a Santiago por el camino del Puy, deben visitar también el venerable cuerpo de Santa Fe, virgen y mártir. Degollado su cuerpo por los verdugos en el monte de la ciudad de Agen, coros de ángeles trasladaron su alma santa al cielo como si fuese una paloma y la adornaron con la corona de la inmortalidad. Al contemplar la escena Caprasio, obispo de Agen, oculto hasta entonces en una cueva para evitar el furor de la persecución, lleno de ánimo para soportar los tormentos, se apresuró a dirigirse al lugar del suplicio de la santa virgen, y esforzándose denodadamente, se hizo acreedor a la palma del martirio, echando en cara a sus perseguidores la tardanza con que actuaban.
Finalmente los cristianos dieron honrosa sepultura al preciosísimo cuerpo de Santa Fe, virgen y mártir, en el valle llamado de Conques. Sobre él levantaron una magnífica basílica en la que, para honra del Señor, hasta el día de hoy se observa diligentemente la regla de San Benita. Numerosas gracias se conceden allí a sanos y enfermos, y a la puerta de la basílica
brota una magnífica fuente, admirable más allá de toda ponderación. Su festividad se celebra el 6 de octubre.
(Continuará)

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