CAPITULO VIII ( 5ª parte)
(Cuerpos de santos que descansan en el Camino de
Santiago y que han de visitar los peregrinos)
A su vez, quienes se dirigen a Santiago por el camino de Tours, deben visitar en la iglesia de la Santa Cruz de la ciudad de Orleans, el Lignum Crucis y el cáliz de San Evurcio, obispo y confesor. En efecto, celebrando un día misa San Evurcio, en lo alto del altar apareció visible a todos los presentes la mano derecha del Señor en forma humana, y lo que el oficiante hacía sobre el altar, lo hacía ella misma: cuando el oficiante hacía la señal de la cruz sobre el pan y el cáliz, ella lo hacía igual; y, cuando levantaba el pan o el cáliz, la mano de Dios levantaba también un verdadero pan y un cáliz. Concluido el sacrificio, desapareció la piadosísima mano del Salvador.
Por donde se nos da a entender que, sea quien sea el sacerdote que canta la misa, es el mismo Cristo quien la canta. Por ello es por lo que dice San Fulgencio, doctor: "No es el hombre quien convierte el pan y el vino en el cuerpo y sangre de Cristo, sino el mismo Cristo que por nosotros fue crucificado". Y San Isidoro dice así: "Ni por la bondad del buen sacerdote se vuelve mejor el sacrificio, ni por la maldad del mal sacerdote, se vuelve peor".
En la iglesia de la Santa Cruz, para la comunión se usa habitualmente este cáliz, siempre que lo pidan los fieles, tanto los naturales como los extranjeros. Igualmente en esta ciudad hay que visitar el cuerpo de San Evurcio, obispo y confesor. Y también en la misma ciudad, se ha de visitar, en la iglesia de San Sansón, el cuchillo auténtico que se usó en la cena del Señor.
En el mismo camino se ha de visitar, a orillas del Loira, el glorioso cuerpo de San Martín, obispo y confesor, a quien se atribuye haber resucitado a tres muertos, y de quien se dice que devolvió la ansiada salud a los leprosos, energúmenos, erráticos, lunáticos y demoníacos, y demás enfermos. El sarcófago en el que descansan sus sagrados restos junto a la ciudad de Tours, refulge con gran cantidad de plata, oro y piedras preciosas, y resplandece con frecuentes milagros. Sobre él se levanta una enorme basílica de admirable fábrica, puesta bajo su advocación a semejanza de la Iglesia de Santiago. A ella acuden los enfermos y se curan,
los endemoniados quedan libres, los ciegos ven, los paralíticos se yerguen, se cura todo tipo de enfermedades, y los que piden reciben cumplida asistencia, por lo que su excelsa fama se ha difundido por todas partes para honra de Cristo con justas alabanzas. Su festividad se celebra el 11 de noviembre.
A partir de allí se ha de visitar el santísimo cuerpo de San Hilario, obispo y confesor, en la ciudad de Poitiers. Entre otros milagros, este santo derrotó, lleno de virtud de Dios, la herejía arriana, y nos enseño a mantener la unidad de la fe. Incapaz León, ganado por la herejía, de aceptar su sagrada doctrina, se salió del Concilio y en las letrinas murió por sí mismo, de una vergonzosa descomposición del vientre. Sucedió también que, queriendo sentarse San Hilario en el Concilio, se elevó la tierra y le prestó asiento.
Con su sola voz hizo saltar los cerrojos de las puertas del Concilio; por la fe católica sufrió destierro durante cuatro años en una isla de Frisia; con su mandato puso en fuga una plaga de serpientes. En Poitiers, a una madre que lloraba, le devolvió su hijo, muerto con muerte doble. El sepulcro donde sus sacratísimos huesos se ofrecen a la veneración, está decorado con abundante oro, plata y piedras preciosísimas, y su basílica, enorme y espléndida, es venerada por sus continuos milagros. Su sagrada solemnidad se celebra el 13 de enero.
Hay que ir a ver también la venerable cabeza de San Juan Bautista, traída de manos de unos religiosos desde tierras de Jerusalén hasta un lugar que se llama Angély, en tierras de Poitou, donde se levantó bajo su advocación una enorme basílica de admirable fábrica, en la que la santísima cabeza es venerada día y noche por un coro de 100 monjes, y se ve esclarecida con innumerables milagros. Durante su traslado esta cabeza obró innumerables prodigios por mar y por tierra. En efecto, en el mar conjuró muchos peligros de la navegación y en la tierra, según refiere la crónica de su traslación, devolvió la vida a varios muertos. Por este motivo
se cree con toda certeza que se trata de la cabeza auténtica del venerable Precursor. Su invención tuvo lugar el 24 de febrero, en tiempos del emperador Marciano, cuando el mismo Precursor reveló a dos monjes el lugar en que su cabeza estaba escondida.
En la ciudad de Saintes, camino de Santiago, los peregrinos han de visitar devotamente el cuerpo de San Eutropio, obispo y mártir, cuya sagrada pasión escribió en griego San Dionisio, compañero suyo y obispo de París, enviándoselo luego, a través del Papa Clemente, a Grecia, a sus padres, que ya creían en Cristo. Esta exposición de su martirio la encontré yo hace
tiempo en una escuela griega de Constantinopla, en un códice que contenía las pasiones de muchos santos mártires, y la traduje, lo mejor que pude, del griego al latín, para honra de Nuestro Señor Jesucristo y del santo mártir Eutropio. Comenzaba así: "Dionisio, obispo de los francos, de raza griega, al venerable papa Clemente, salud en Cristo. Os informamos de que Eutropio, a quien enviasteis conmigo a estas tierras para predicar el nombre de Cristo en la ciudad de Saintes, recibió la corona del martirio a manos de los gentiles, en defensa de la fe del Señor. Por lo cual, suplico humildemente a Vuestra Paternidad que no dilatéis el enviar, lo más rápidamente posible, esta relación de su pasión a mis parientes, conocidos y fieles amigos de
Grecia, y especialmente de Atenas, para que ellos y todos los demás que conmigo recibieron en otro tiempo del apóstol San Pablo el agua de la nueva regeneración, al oír que este mártir glorioso afrontó por la fe de Cristo una cruel muerte, se alegren de haber soportado tribulaciones y sufrimientos por el nombre de Cristo. Y si por casualidad recibiesen de la furia de los gentiles algún tipo de martirio, aprendan a aceptarlo pacientemente por Cristo y no lo teman en exceso. Porque todo el que quiere vivir piadosamente en Cristo, es preciso que sufra las afrentas de los impíos y los herejes, y que los desprecien como a locos e insensatos. Porque es preciso entrar en el reino de Dios, a través de muchas tribulaciones.
Con el cuerpo lejano,
en ánimo y espíritu cercano,
te envío un "adiós":
que sea siempre con Dios.
COMIENZA LA PASIÓN DE SAN EUTROPIO, OBISPO DE SAINTES Y MÁRTIR
El glorioso mártir de Cristo Eutropio, dulce obispo de Saintes, de estirpe gentil de los Persas, nació de la más excelsa prosapia del mundo entero: lo engendró según la carne, de la reina Guiva, el emir de Babilonia llamado Jerjes. Nadie más excelso que él por su estirpe, ni, tras la
conversión, más humilde por su fe y obras. Educóse, en su infancia, en la cultura caldea y griega e igualó en prudencia y curiosidad intelectual a los más elevados personajes de todo el reino. Deseando saber si en la corte del Rey Herodes había alguien con más curiosidad que él, o algo desconocido para él, dirigiose a ella en Galilea.
Durante el tiempo que permaneció en la corte, le llegó el rumor de los milagros del Salvador, y se puso a buscarle de ciudad en ciudad. Encontrándole al otro lado del mar de Galilea, es decir, en Tiberíades, con una incontable muchedumbre de gente que le seguí, atraída por sus milagros, le siguió con ellos. Por disposición de la divina gracia, ese día aconteció que el Salvador en su inefable largueza, y estando presente Eutropio, sació a cinco mil personas, con cinco panes y dos peces. A la vista de este milagro y oída la fama de todos los demás, aunque Eutropio había comenzado a creer en El y deseaba hablarle, no se atrevía por temor a la severidad de su preceptor Nicanor, a cuya custodia le había confiado su padre, el emir.
Sin embargo, saciado con el pan de la divina gracia, se dirigió a Jerusalén y, adorando al Señor en el templo a la manera de los gentiles, volvió a casa de su padre, a quien comenzó a contar todo lo que atentamente había visto en las tierras de donde venía, de esta manera: "He visto un hombre llamado Cristo, a quien no puede hallársele semejante en todo el mundo. Por sí mismo da la vida a los muertos, la limpieza a los leprosos, la vista a los ciegos, el oído a los sordos, el perdido vigor a los paralíticos y la salud a toda clase de enfermos. Y aún más: ante mi vista sació a cinco mil personas con cinco panes y dos peces y con las sobras llenaron sus discípulos doce canastas. Donde El se encuentra no hay lugar para el hambre, el frío o la muerte. Si el Creador del cielo y de la tierra se dignase enviarle a nuestro país, ojalá te dignases brindarle el honor debido".
Oyendo el emir a su hijo, estas y otras cosas parecidas, planeaba en silencio cómo podría verle. Poco después, deseando el muchacho ver de nuevo al Señor, se dirige a Jerusalén para orar en el templo, conseguida a duras penas licencia del rey. Le acompañaban el general de los ejércitos, Warradac y el camarero real y preceptor del niño, Nicanor y otros muchos nobles que el emir le había asignado para su custodia. Volviendo un día el muchacho del templo, encontrándose a las puertas de Jerusalén con el Señor que regresaba de Betania, donde había resucitado a Lázaro, entre innumerables turbas que confluían de todas partes.
Viendo como los hijos de los hebreos y otras multitudes de gentiles, saliéndole al encuentro, alfombraban el camino por donde iba a pasar, con flores y ramos de palmeras, olivos y otros árboles, gritando: "Hosanna al hijo de David", lleno de un indecible gozo, se puso solícitamente a extender flores a su paso. Al contarle algunos que había resucitado a Lázaro a los cuatro días de muerto, todavía se alegró más. Pero, como la excesiva multitud de gentes que afluían por doquier no le dejaban ver bien al Salvador, comenzó a entristecerse sobremanera, pues se contaba entre aquellos de los que San Juan nos asegura en su evangelio: "Y había algunos
gentiles, de los que había venido para hacer oración el día de la fiesta, los cuales acercándose a Felipe, que era de Betsaida, le dijeron: "Señor, queremos ver a Jesús". Felipe en compañía de Andrés se lo anunció al Señor, e inmediatamente San Eutropio con sus acompañantes pudo contemplarlo cara a cara, lo que le dio gran alegría y comenzó a creer en secreto en El.
Al fin, se le unió del todo, pero temía la opinión de sus acompañantes a quienes su padre había ordenado taxativamente que le protegiesen eficazmente y se lo devolviesen a casa. Supo entonces por algunos, que los judíos iban a dar muerte próximamente al Salvador y, no queriendo contemplar la muerte de tan gran hombre, al día siguiente partió de Jerusalén. Vuelto donde su padre, comenzó a contar a todos, punto por punto, en su patria, lo que del Salvador había visto en Jerusalén.
Tras una breve estancia en Babilonia, ansioso de unirse por completo al Salvador y creyendo que todavía estaba vivo corporalmente, al cabo de 45 días se vuelve a Jerusalén con un escudero, a escondidas de su padre. Le produjo un profundo dolor cuando se enteró que el Señor, a quien amaba ocultamente, había sido crucificado y muerto por los judíos, mas comenzó a alegrarse profundamente cuando se enteró que había resucitado de entre los muertos, se había aparecido a los discípulos y había subido triunfalmente a los cielos. Finalmente, unido a los discípulos del Señor, supo con todo detalle por ellos, cómo el día de Pentecostés, el Espíritu Santo había descendido sobre ellos en forma de lenguas de fuego, como había llenado sus corazones y les había enseñado todas las lenguas.
Lleno del Espíritu Santo regresó a Babilonia y enardecido de amor a Cristo, pasó por la espada a los judíos que encontró en su tierra en castigo por los que en Jerusalén habían condenado a muerte al Señor. Por otro lado, pasado algún tiempo, al distribuirse los discípulos del Señor por las diversas regiones de la tierra, por disposición divina se dirigieron a Persia aquellos
dos candelabros de oro, refulgentes de fe, a saber, Simón y Tadeo, apóstoles del Señor. Llegados a Babilonia, expulsaron de sus confines a los magos Zaroen y Arfaxat, que con vacías palabras y vanos milagros apartaban a las gentes de fe. Ambos comenzaron a esparcir por doquier la semilla de la vida eterna y a brillar con todo tipo de milagros.
Alegre por su llegada, el santo niño Eutropio incitaba al rey a abandonar los falsos ídolos de los gentiles, para abrazar la fe cristiana por la que merecería alcanzar el reino de los cielos. ¿Y a qué seguir? En seguida, por la predicación de los apóstoles, se regeneraron con la gracia del
bautismo, recibido de manos de los mismos apóstoles, el rey y su hijo, con numerosos grupos de ciudadanos de Babilonia. Finalmente, convertida toda la ciudad a la fe del Señor, establecieron los apóstoles una iglesia con todas sus jerarquías: A Abdías, hombre de confianza, imbuido de las enseñanzas evangélicas, a quien habían traído consigo de Jerusalén, le nombraron prelado del pueblo cristiano, así como a Eutropio archidiácono, y se
marcharon a predicar la palabra de Dios a otras ciudades. No mucho tiempo después remataron en otro lugar la vida presente con el triunfo del martirio.
San Eutropio escribió su pasión en caldeo y griego y, oyendo la fama de los milagros y virtudes de San Pedro, príncipe de los apóstoles, que por entonces ejercía su apostolado en Roma, renuncia del todo al siglo y se dirige a Roma con licencia de su obispo, pero a espaldas de su padre. Fue recibido amablemente por San Pedro que le imbuyó en los preceptos del
Señor durante una corta estancia con él, hasta que emprende con otros hermanos, por mandato y recomendación del mismo San Pedro, la evangelización de la Galia.
(continuará)
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