viernes, 29 de mayo de 2009

Liber Peregrinationis ( XIII )

CAPITULO VIII (y 6ª parte)
Cuerpos de santos que descansan en el Camino de
Santiago y que han de visitar los peregrinos


Al entrar en una ciudad llamada Saintes, hallóla muy bien guarnecida en todo su perímetro por antiguas murallas, adornada con altas torres, en un excelente emplazamiento, de una proporción y dimensiones adecuadas, abundante en todo tipo de bienes y provisiones, repleta de abundantes y excelentes pardos, fuentes y bosques, atravesada por un gran río, rodeada
de fértiles huertas, pomaradas y viñedos, envuelta por una sana atmósfera, de amenas plazas y calles y atractiva por muchos encantos. Comenzó San Eutropio en su celoso afán, a pensar que Dios se dignaría convertir del error de los gentiles y del culto a los ídolos a una ciudad tan bella y tan noble y someterla a las leyes cristianas.
Y así predicaba insistentemente la palabra de Dios, recorriendo las plazas y calles de la ciudad. En cuanto se percataron los ciudadanos de Saintes, de que se trataba de un extranjero y oyeron en su predicación las palabras Santísima Trinidad y bautismo, hasta entonces desconocidas para ellos, llenos de indignación le expulsaron de la ciudad quemándole con teas y azotándole cruelmente con varas. Sobrellevando con paciencia esta persecución, se construyó en un monte de los alrededores de la ciudad una cabaña de troncos, en la que moró largo tiempo. Durante el día predicaba en la ciudad y la noche la pasaba en su choza en medio de vigilias, oraciones y lágrimas.
Al no conseguir convertir a Cristo, tras un larguísimo período de tiempo, más que a unas pocas personas, trajo a su mente el precepto del Señor: "Quienes no os quisieren recibir o escuchar vuestras palabras, saliendo de aquella casa o de aquella ciudad, sacudid el polvo de vuestros pies". Vuelve de nuevo a Roma, donde San Pedro había sufrido la crucifixión, y recibe de San Clemente, que ya era papa, la orden de volver a la ciudad y buscar en ella la corona del martirio predicando los preceptos del Señor.
Finalmente, recibido del mismo Papa el orden episcopal, se dirigió a Auxerre, junto con San Dionisio que había venido a Roma desde Grecia, acompañado de los demás hermanos que el mismo Clemente enviaba para evangelizar la Galia. En Auxerre se separaron con abrazos llenos de amor de Cristo y con lágrimas: Dionisio con sus compañeros de dirigió a la ciudad de
París, y el bienaventurado Eutropio volvió a Saintes, fortalecido en su ánimo para soportar el martirio, lleno del celo de Cristo y animándose a sí mismo con estas palabras: "El Señor es mi ayuda, no temeré qué me pueda hacer el hombre". "Aunque los perseguidores puedan matar el cuerpo, no pueden matar el alma". "La piel por la piel y todo lo que tiene el hombre, délo por su alma".
A partir de entonces entraba constantemente en la ciudad y predicaba como un loco la fe del Señor, insistiendo a tiempo y a destiempo y enseñando a todos la Encarnación, Pasión, Resurrección y Ascensión de Cristo, con los demás sufrimientos que se dignó afrontar por la salvación del género humano. Proclamaba además a todos, que sólo puede entrar en el
reino de Dios quien hubiere renacido por el agua y el Espíritu Santo. Por la noche seguía cobijándose en la referida choza como antes. Así pues, por su predicación y la pronta asistencia de la divina gracia, son bautizados por él muchos paganos en la ciudad.
Entre ellos se regenera por las aguas del bautismo una hija del rey llamada Eustella. Al saberlo su padre, abomina de ella y la expulsa de la ciudad. Más ella, consciente de que había sido expulsada por amor de Cristo, se fue a vivir junto a la choza del santo varón. El padre, afligido por su amor, la envió frecuentes recados para que volviese a casa, pero ella respondió que prefería vivir fuera de la ciudad por la fe de Cristo, a vivir en ella y contaminarse con los ídolos.
Preso de cólera el padre, convoca a los sicarios de toda la ciudad en número de 150, y les ordena dar muerte a San Eutropio y traerle a la muchacha a casa. El día 30 de abril, acompañados de una multitud de gentiles, se llegaron los verdugos a la choza del santo varón donde primero le apedrearon, azotándole luego desnudo con palos y correas plomeadas, para darle finalmente muerte cortándole la cabeza con segures y hachas. La muchacha, por su parte, ayudada de varios cristianos, le enterró por la noche en la cabaña y durante toda su vida no dejó de venerarle con continuas vigilias, luces votivas y santas preces.
Al abandonar esta vida con santa muerte, ordenó que la sepultaran junto al sepulcro de su maestro, en un terreno suyo. Con posterioridad, los cristianos levantaron sobre el santísimo cuerpo de San Eutropio en su honor, una gran iglesia de admirable fábrica, bajo la advocación de la Santa e Individua Trinidad. En ella se obran frecuentes curaciones de todo tipo de
enfermedades: se yerguen los paralíticos, recobran la vista los ciegos, vuelve el oído a los sordos, quedan libres los endemoniados, y reciben saludables ayudas todos los que oran con ánimo sincero. Sobre sus muros suspenden los presos cadenas de hierro, esposas y demás instrumentos de diversa naturaleza, de los que San Eutropio los liberó. Que él, pues, por sus
grandes méritos y súplicas nos consiga el perdón de Dios, nos purifique de nuestros pecados, fortalezca las virtudes en nosotros, encamine nuestras vidas, nos arranque de las fauces del abismo en trance de la muerte, en el juicio final aplaque la ira terrible del Juez eterno, y nos conduzca al excelso reino de los cielos. Con la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, que con el
Padre y el Espíritu Santo vive y reina, Dios, por los infinitos siglos de los siglos. Amén
A continuación, en la costa, junto a Blaye, se ha de pedir la protección de San Román, en cuya iglesia descansa el cuerpo del bienaventurado mártir Roldán, de noble estirpe, a saber, conde del rey Carlomagno, uno de los doce pares, que animado del celo de la fe, penetró en España para combatir a los infieles. Tenía tanta fuerza que, según se cuenta, en Roncesvalles, con su
espada, de tres tajos hendió un peñasco de arriba abajo; e igualmente, cuando tocaba la trompeta, la rajó por el medio con el aire de sus pulmones. La trompeta de marfil rajada está en la iglesia de San Severino de Burdeos, y sobre el peñasco de Roncesvalles se levanta una iglesia.
Después de haber ganado Roldán numerosas batallas contra reyes y gentiles, y de haber sufrido las fatigas del frío, el hambre y el calor, víctima, por amor de Dios, de durísimos golpes y constantes heridas, herido por flechas y lanzas, se cuenta que finalmente murió de sed en el referido valle, como insigne mártir de Cristo. Su sagrado cuerpo lo enterraron sus
compañeros con veneración en la iglesia de San Román de Blaye.
A continuación, se ha de visitar en Burdeos el cuerpo de San Severino, obispo y confesor, su festividad se celebra el 23 de octubre. Igualmente en las Landas de Burdeos, en la villa de Belín, hay que visitar los cuerpos de los santos mártires Oliveros, Gandelbodo, rey de Frisia;
Ogiero, rey de Dacia; Arestiano, rey de Bretaña; Garín, duque de Lorena y de otros muchos guerreros de Carlomagno que, tras derrotar a los ejércitos paganos, fueron muertos en España, por la fe de Cristo. Sus compañeros trasladaron sus preciosos cuerpos hasta Belín donde los enterraron respetuosamente. Yacen, pues, todos juntos en un único sepulcro, el cual
exhala un suavísimo aroma que cura a los enfermos.
A continuación, en España hay que visitar el cuerpo de Santo Domingo, confesor, que construyó el tramo de calzada en el cual reposa, entre la ciudad de Nájera y Redecilla del Camino. Hay que visitar también los cuerpos de los santos mártires Facundo y Primitivo, cuya basílica construyó Carlomagno. Junto a la villa se encuentra la alameda en la que se dice que reverdecieron las astas de las lanzas de los guerreros, clavadas en el suelo. Su solemnidad se celebra el 27 de noviembre.
A continuación se ha de visitar en León el venerable cuerpo de San Isidoro, obispo, confesor y doctor, que instituyó una piadosa regla para sus clérigos, y que ilustró a los españoles con sus doctrinas y honró a toda la Santa Iglesia con sus florecientes obras.
Finalmente, en la ciudad de Compostela, se ha de visitar con sumo cuidado y devoción el cuerpo dignísimo del apóstol Santiago.
Que todos los santos, con todos los demás santos de Dios, nos asistan con sus méritos y súplicas ante Nuestro Señor Jesucristo, que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina, Dios por infinitos siglos de los siglos. Amén.
(continuará)

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