Una lección de vida
MARCELINO AGÍS VILLAVERDE - Catedrático de Filosofía
NO me resulta fácil reunir este ramillete de palabras para hablar de un amigo al que despedimos el pasado jueves en Santiago. Con la discreción de siempre, nos dejó don Jenaro Cebrián Franco, sacerdote y canónigo de la Catedral compostelana, que era para todos los hermanos de la Archicofradía del Apóstol nuestro consiliario y delegado de peregrinaciones.
Las palabras son parcas para expresar lo que siento, lo que sentimos todos los que hemos tratado a don Jenaro, una persona de bien y un hombre de Dios. Solo puedo decirles que el cielo se abrió el día de su muerte y así permaneció, luciendo en todo su esplendor, hasta que le despedimos a muy poca distancia del sepulcro de nuestro santo Apóstol.
Eran las doce del mediodía cuando entró por última vez en la Catedral. Un bebé de pocos meses rompió a llorar desconsoladamente y su llanto se unió al dolor silencioso de su familia y amigos, de sus hermanos sacerdotes y cofrades, de las decenas de chicos y chicas que trabajaron con él en la Oficina del Peregrino, de los peregrinos que, como cada día, llegaron hasta la Casa del Señor Santiago.
Don Jenaro fue una persona sencilla que aprendió muy pronto a morir a su propio yo para entregarse a los demás. Fueron muchas las personas anónimas a las que irradió su amor y generosidad. Ya descansa al lado de su hermano Juanjo en el claustro catedralicio, ya contempla la gloria de Dios.
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