El pintor nipón Yoshiro Tachibana hará el Camino
Muxia.- En los setenta se estableció en Muxía, muy lejos de su Kobe natal. Lleva más de la mitad de su vida en el lugar en el que muchos peregrinos culminan su Camino, después de alcanzar Compostela, y es ahora cuando ha sentido él la llamada de la ruta jacobea, que se propone realizar en fecha próxima.
Podría decirse que el pintor Yoshiro Tachibana ha cambiado el sol naciente por el sol poniente. Hijo de artista nació en 1941, una semana después del bombardeo a Pearl Harbour. De su infancia recuerda el hambre de la posguerra y a los soldados yanquis pasando ante su casa.
En 1969, inició una peregrinación tras los pasos del sol que le trajo hasta el finisterre gallego. Y decidió quedarse en Muxía.
Su camino no está registrado en los libros que recogen las rutas jacobeas: se embarcó a China, llegó en tren hasta Vladivostock, en Siberia, y cogió un avión para Moscú. Se detuvo en Finlandia, Suecia, Noruega y Dinamarca antes de recorrer el resto de Europa y vivir seis meses en Madrid. Pero la ciudad no era para él y, aconsejado por otro artista japonés, vino a conocer Galicia.
Lo suyo fue un flechazo. Se enamoró de los hórreos y las cortiñas. Desechó los tópicos y abandonó su idea de instalarse en Andalucía, porque el clima gallego, húmedo como el de Japón, le gustaba más. Fue de Santiago a Muxía en coche de línea, por casualidad, el día que se celebraba la Vírgen de la Barca.
Yoshiro Tachibana compartió protagonismo con la Pedra de Abalar. Ver a un oriental en la romería no era cosa común. Según cuenta, se sintió bien acogido. Un grupo que allí actuaba incluso le dedicó una canción japonesa que habían aprendido en un intercambio de coros y danzas.
A los pies del monte Corpiño se ha construido una casa minimalista, con dos plantas, escaleras de madera, muebles sobrios y un pequeño estudio, donde pinta. Es el perfecto refugio: incrustada en rocas de granito y rodeada de árboles, no se ve desde el pueblo; en cambio, domina la ría y el puerto.
Yoshiro es animista. Nacido entre bosques, prados y lagos, la naturaleza verde de Galicia le influye ahora en su obra, como un estado de ánimo. Cree que hace falta Dios para hacer arte, pero él ve un Dios femenino. También, según dice, son precisos oficio y voluntad para crear, "pero la pintura ha de salir del inconsciente, sin prejuicios, de una mente sin taras y relajada". Define su arte como "muy instintivo y muy intuitivo". "El arte es regresar al origen, enseña el camino, es la vuelta al paraíso perdido".
Aquí también ha encontrado un punto de equilibrio entre la filosofía oriental y la occidental. Para él, la cultura budista-taoísta hace más fácil la asimilación que la cristiana occidental, donde la división entre el bien y el mal es tajante. En Galicia, dice, todo se difumina, como con la niebla, y el carácter de los gallegos es más tolerante. "La naturaleza es más suave en las formas y eso influye", afirma convencido. Si le hacen decidir entre el blanco y el negro, se queda con el gris.
Por cercanía y por oficio, Yoshiro tuvo una buena relación con Man de Camelle. "Mi mundo es el círculo", decía el alemán, y esta teoría convence también a Tachibana, que elogia sus intervenciones en la roca. "Man murió desesperado porque pensó que llegaba el fin del mundo", comenta recordando el negro horizonte del Prestige.
Le gusta la espontaneidad como principio de su forma de vida. Quién le iba a decir que en 1976 se enamoraría de una orensana, Mari Paz, que veraneaba en Muxía. Han tenido dos hijos y una hija con los que han logrado la perfecta fusión: rasgos orientales y acento gallego, de Muxía. Ahora estudian fuera. Ninguno le ha salido pintor.
En casa, es el responsable de la cocina: "Si no haces la comida no la disfrutas", sostiene. Le gusta el pulpo, el pescado y el lacón. Ama la cocina gallega tradicional porque es natural, sin artificios. Sin embargo, echa de menos más arroz (en blanco, nada de paellas) y le sobra el pan, que nunca come.
En el tiempo libre planta árboles, algo que le gusta incluso más que pintar. Ha marcado un sendero entre la mole granítica para subir a la cima del monte Corpiño y lo ha señalado con una flecha blanca que de vez en cuando siguen algunos peregrinos. Yoshiro Tachibana sube por esa senda a menudo, acompañado de su perro, y se sienta a observar el mar calmo de la ría o las olas que rompen en los cantiles de la Barca. Se inspira para convertir esas sensaciones en arte y pinta.
Cada dos años Yoshiro viaja a Japón, porque sabe lo que es la morriña. Ahora planea hacer otra peregrinación siguiendo los pasos del sol, esta vez por el Camino de Santiago, donde espera ordenar su senda interior.
Podría decirse que el pintor Yoshiro Tachibana ha cambiado el sol naciente por el sol poniente. Hijo de artista nació en 1941, una semana después del bombardeo a Pearl Harbour. De su infancia recuerda el hambre de la posguerra y a los soldados yanquis pasando ante su casa.
En 1969, inició una peregrinación tras los pasos del sol que le trajo hasta el finisterre gallego. Y decidió quedarse en Muxía.
Su camino no está registrado en los libros que recogen las rutas jacobeas: se embarcó a China, llegó en tren hasta Vladivostock, en Siberia, y cogió un avión para Moscú. Se detuvo en Finlandia, Suecia, Noruega y Dinamarca antes de recorrer el resto de Europa y vivir seis meses en Madrid. Pero la ciudad no era para él y, aconsejado por otro artista japonés, vino a conocer Galicia.
Lo suyo fue un flechazo. Se enamoró de los hórreos y las cortiñas. Desechó los tópicos y abandonó su idea de instalarse en Andalucía, porque el clima gallego, húmedo como el de Japón, le gustaba más. Fue de Santiago a Muxía en coche de línea, por casualidad, el día que se celebraba la Vírgen de la Barca.
Yoshiro Tachibana compartió protagonismo con la Pedra de Abalar. Ver a un oriental en la romería no era cosa común. Según cuenta, se sintió bien acogido. Un grupo que allí actuaba incluso le dedicó una canción japonesa que habían aprendido en un intercambio de coros y danzas.
A los pies del monte Corpiño se ha construido una casa minimalista, con dos plantas, escaleras de madera, muebles sobrios y un pequeño estudio, donde pinta. Es el perfecto refugio: incrustada en rocas de granito y rodeada de árboles, no se ve desde el pueblo; en cambio, domina la ría y el puerto.
Yoshiro es animista. Nacido entre bosques, prados y lagos, la naturaleza verde de Galicia le influye ahora en su obra, como un estado de ánimo. Cree que hace falta Dios para hacer arte, pero él ve un Dios femenino. También, según dice, son precisos oficio y voluntad para crear, "pero la pintura ha de salir del inconsciente, sin prejuicios, de una mente sin taras y relajada". Define su arte como "muy instintivo y muy intuitivo". "El arte es regresar al origen, enseña el camino, es la vuelta al paraíso perdido".
Aquí también ha encontrado un punto de equilibrio entre la filosofía oriental y la occidental. Para él, la cultura budista-taoísta hace más fácil la asimilación que la cristiana occidental, donde la división entre el bien y el mal es tajante. En Galicia, dice, todo se difumina, como con la niebla, y el carácter de los gallegos es más tolerante. "La naturaleza es más suave en las formas y eso influye", afirma convencido. Si le hacen decidir entre el blanco y el negro, se queda con el gris.
Por cercanía y por oficio, Yoshiro tuvo una buena relación con Man de Camelle. "Mi mundo es el círculo", decía el alemán, y esta teoría convence también a Tachibana, que elogia sus intervenciones en la roca. "Man murió desesperado porque pensó que llegaba el fin del mundo", comenta recordando el negro horizonte del Prestige.
Le gusta la espontaneidad como principio de su forma de vida. Quién le iba a decir que en 1976 se enamoraría de una orensana, Mari Paz, que veraneaba en Muxía. Han tenido dos hijos y una hija con los que han logrado la perfecta fusión: rasgos orientales y acento gallego, de Muxía. Ahora estudian fuera. Ninguno le ha salido pintor.
En casa, es el responsable de la cocina: "Si no haces la comida no la disfrutas", sostiene. Le gusta el pulpo, el pescado y el lacón. Ama la cocina gallega tradicional porque es natural, sin artificios. Sin embargo, echa de menos más arroz (en blanco, nada de paellas) y le sobra el pan, que nunca come.
En el tiempo libre planta árboles, algo que le gusta incluso más que pintar. Ha marcado un sendero entre la mole granítica para subir a la cima del monte Corpiño y lo ha señalado con una flecha blanca que de vez en cuando siguen algunos peregrinos. Yoshiro Tachibana sube por esa senda a menudo, acompañado de su perro, y se sienta a observar el mar calmo de la ría o las olas que rompen en los cantiles de la Barca. Se inspira para convertir esas sensaciones en arte y pinta.
Cada dos años Yoshiro viaja a Japón, porque sabe lo que es la morriña. Ahora planea hacer otra peregrinación siguiendo los pasos del sol, esta vez por el Camino de Santiago, donde espera ordenar su senda interior.
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